jueves, 28 de septiembre de 2023

Últimos años

 

Este año volví a Saavedra. No iba desde el 2014. Aquella última vez no había sido para ir a un taller de dibujo sino para hacer encuestas en un Supermercado Chino. Tenía como compañero de trabajo a Leo, un veinteañero hincha de Vélez alto, muy alto. Cuando la jornada laboral terminaba, él se tomaba el tren para Florida y yo para Coghlan en el andén de enfrente. Ahí en Coghlan bajaba, caminaba unas cuadras para Belgrano R, cruzaba Monroe y llegaba al edificio en el que vivía, donde una banda parapolicial acribilló a un militante peronista, una noche del 74, en la calle Blanco Encalada.

No tan lejos de esa zona, en la esquina de Conde y Lacroze, está precisamente el viejo Bar Conde, un lugar en el que estuve parando bastante al volver de San Martín y bajarme en Colegiales en vez de Retiro, varias tardes en las que preferí hacer una escala en el camino directo a casa. Recuerdo que salí un par de meses con una médica que vivía a la vuelta, en el 2017. Es llamativo que nunca antes me haya percatado de la existencia del bar, habiéndolo tenido tan cerca. A lo mejor no estaba preparado.

El último autor del que hablé en el semestre en la Universidad fue Barthes. No confundir con el arquero Barthez, si bien ambos son franceses, suelo prevenir a los estudiantes. Como Barthez, Albert Camus atajaba y supo defender en guerra los colores de Francia. Camus, el que escribió que “todos los hombres sanos han pensado en su suicidio alguna vez”. Al menos eso dice el epígrafe de la edición de Los suicidas de Di Benedetto que aún conservo pese a las mudanzas. Algo cierto debe haber. Varios de los futbolistas argentinos que pusieron fin a sus vidas eran arqueros, aunque no sé la cifra exacta.

Durkheim es el referente clásico del tema en la sociología y esa fue la primera materia que di, en el primer trabajo que tuve en Buenos Aires, en un instituto privado de Palermo, como profesor reemplazante. Me veo tomar el 160 por Paraguay al terminar la clase para volver a la que por entonces era mi vivienda en Boedo, y al pasar por Medrano a la altura de la Plaza República de la Independencia, desear fervientemente vivir ahí, anhelo que concretaría y que dilapidaría siete u  ocho años más tarde.

 

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Boedo, Almagro, Villa Pueyrredón, Villa Crespo, Belgrano, La Paternal… Durante los primeros años cuidaba casas. El diario del cuidador. El limpiador de cacas de gatos. Las casas, esos organismos animales. Un buen cuidador no se define por llevarse bien con el gato a cargo o con devolver todo limpio y ordenado; se define por ser capaz de conservar intacto el olor de la casa. En la mía de infancia no había casi biblioteca, así que aproveché para ponerme al día en las bibliotecas ajenas. Leí una cantidad de libros que no me habría podido comprar nunca. Igualmente, como diría Piglia, si quien escribe no quiere leer todos los libros, tampoco quiere vivir en todos lados. Encontrar los propios libros, los propios barrios.

Por aquellos tiempos también viví en un hostel. Corrientes y Gascón. Los hostel son los conventillos de ahora. Compartía habitación con unos adolescentes colombianos que querían ser jugadores de fútbol y salían temprano a probarse en clubes. En la pieza además había un hombre grande que a la noche no estaba porque trabajaba, abajo, haciendo mantenimiento para Metrovías en la estación Ángel Gallardo.

 

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Buscar dónde vivir es como buscar trabajo. Hay que levantarse temprano, sostener una disciplina consistente en mandar correos, anotar direcciones, ir a ver, hacer llamados. Cada mañana el barrido diario. Zonaprop, Argenprop, Solodueños, los clasificados, grupos de facebook, las aplicaciones que filtran y envían al teléfono un resumen de avisos publicados… Tinderización de la vida. Badudi es como un tinder inmobiliario. Te genera coincidencias, matches, encuentros entre inquilinos y propietarios.

Trabajo: me parece verlo todavía. Al principio, cuando vine, lo poco que sabía. No sabía nada de la relación ideal entre escritura y trabajo ni de los cuatro tipos de trabajo. No sabía buscar. Pegaba en las facultades unos cartelitos invisibles, salía a repartir currículum impresos, no tenía casi ningún speech, mandaba mails largos.

 

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Hace una semana me tomé un auto compartido para ir a Rosario en Plaza Italia. A la vuelta me tomé otro que, por cambios que hizo el conductor a último momento, me terminó dejando exactamente en el mismo lugar, la sucursal de Kentucky que está por Santa Fe, apenitas pasando Thames. Un viaje griego. Doblemente circular.

Es tan difícil salir de Buenos Aires que, siempre que estoy afuera, donde sea, en algún momento de la estadía me empiezo a inquietar: ¿y si ya no pudiera volver a entrar? Aunque ya haya hecho el camino de regreso mil veces, el cóctel de emociones se repite idéntico al llegar. Adrenalina y alivio por haberlo logrado una vez más.

Casualmente ayer un amigo recordaba el aniversario de un clásico Newells-Central de 1989. Me acuerdo que después de ese torneo Batistuta y Hernán Díaz, figuras de ambos equipos, fueron adquiridos por River. Éste último cuenta que viajaron juntos en el auto de "Bati" desde Rosario y eran campechanos que les costó orientarse y encontrar los departamentos que River les daba, en Belgrano. Batistuta es de Reconquista, por cierto, y Hernán Díaz es de Sastre, mismo pueblo que Adrián, mi primer dentista.

Mi actual queda en Florida al 600 y hoy justamente tuve turno. Tomé la línea E, en Rodolfo Walsh. Me bajé en la estación Catalinas y resultó que, al emerger en Alem y subir por Viamonte hasta el destino, volví a sentir algo así como un entusiasmo y un regocijo de andar por esta ciudad que hace bastante no sentía. Al irme de la consulta caminé por Florida hasta Plaza San Martín y ahí volví a rodear el bajo hasta Catalinas.

 

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Los recuerdos de infancia que más tengo son aquellos en los que se anudan lo casero con lo político. O la cultura de masas con lo doméstico. El año 89 fue en ese sentido prolífico. Fue el de la seguidilla de virus y bacterias (como hepatitis y varicela) que me hicieron quedar en reposo y faltar durante semanas a la escuela. Vivía en un pueblo doblemente aislado por la distancia geográfica y por el desabastecimiento hiperinflacionario, y como en un momento dado empezaron a escasear los suplementos deportivos y las revistas de historietas, me acuerdo que me improvisaban una cama en la cocina, donde estaba el televisor, para que no me aburriera. Veía Nuevediario de 19 a 20 y así seguí la campaña motonáutica de Scioli y la primera ronda del segundo Scudetto del Nápoli. Para la navidad de ese año recibí de regalo una bicicross. Mi papá pegó en un espacio liso del manubrio la calcomanía de “Síganme…”. Transcurridos unos meses la despegó, pero el pegote no salió del todo y ahí siguieron quedando los restos.

 

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Suelo viajar en auto, como pasajero, decía, usando la aplicación llamada Carpoolear. En este sistema de viaje entre desconocidos con gastos divididos se da algo interesante: esa microcomunidad parlanchina que se arma durante horas, y que, sazonada por la proximidad física puede incluso llegar a niveles de mucha intimidad conversacional, se desarma sin dejar marcas no bien se estaciona el vehículo al arribar a destino, y todos salimos, cual big-bang, eyectados a la ciudad, al mundo, a seguir con el continuo de la vida privada en el cual el viaje abrió un paréntesis, nuevamente atomizados. No queda nada. Hasta me ha pasado alguna vez caminar media cuadra y descubrir que alguien, que hasta hace minutos estaba sentado al lado mío contando su vida, también viene para este lado, llegar a la esquina y notar que nos hacemos distraídos, como si el mínimo contacto ahora fuera una invasión inconcebible, como si el otro, afuera, se volviera una molestia, una carga de información indigerible para mi campo energético y visual…

Aunque a veces ni siquiera se llega a destino: hace unos meses, siempre hablando de este año, quedé seis horas demorado en un destacamento policial a la altura de Zarate. Viajaba por supuesto en uno de estos carpool y sucedió que nos tocó un operativo de seguridad vial en el que al conductor y al acompañante les encontraron cuantiosos gramos de marihuana. Era un mediodía de invierno y el sol estaba alto, y puro, y se sentía hermoso, y me encontré libre, paradójicamente libre, agradecido, retenido ahí, mientras nos labraban el procedimiento, a la vera del camino, en el medio del campo.

Contacto con uniformados no tenía desde el 2018. Desde el día que tuve que ir, en el marco de un convenio ministerial, hasta Recreo, solo, a una escuela de policía, a dar un taller. Recuerdo que la actividad se extendió, que se hizo de noche y me preguntaron si racionaba, es decir, si me quería quedar a cenar con los pupilos. Me acuerdo que tendría que haber dicho que sí, y que en vez de eso terminé haciendo tiempo en un bar sórdido enfrente de la terminal de Santa Fe, esperando la hora de salida del colectivo a Buenos Aires, viendo un partido de Vélez contra San Lorenzo, o adivinándolo más bien, porque los dueños del bar no habían pagado el codificado.