Este año volví a Saavedra. No iba desde el 2014. Aquella última vez no había sido para ir a un taller de dibujo sino para hacer encuestas en un Supermercado Chino. Tenía como compañero de trabajo a Leo, un veinteañero hincha de Vélez alto, muy alto. Cuando la jornada laboral terminaba, él se tomaba el tren para Florida y yo para Coghlan en el andén de enfrente. En Coghlan bajaba, caminaba unas cuadras para Belgrano R, cruzaba Monroe y llegaba al edificio en el que vivía, donde una banda parapolicial acribilló a un militante peronista, una noche del 74, en la calle Blanco Encalada.
No tan lejos de esa
zona, en la esquina de Conde y Lacroze, está precisamente el viejo Bar Conde,
un lugar en el que estuve parando bastante al volver de San Martín y bajarme en
Colegiales en vez de Retiro, varias tardes en las que preferí hacer una escala
en el camino directo a casa. Recuerdo que salí un par de meses con una médica
que vivía a la vuelta, en el 2017. Es llamativo que nunca antes me haya percatado
de la existencia del bar, habiéndolo tenido tan cerca. A lo mejor no estaba
preparado.
El último autor del que
hablé en el semestre en la Universidad fue Barthes. No confundir con el arquero
Barthez, si bien ambos son franceses, suelo prevenir a los estudiantes. Como
Barthez, Albert Camus atajaba y supo defender en guerra los colores de Francia.
Camus, el que escribió que “todos los hombres sanos han pensado en su suicidio
alguna vez”. Al menos eso dice el epígrafe de la edición de Los
suicidas de Di Benedetto que aún conservo pese a las mudanzas. Algo
cierto debe haber. Varios de los futbolistas argentinos que pusieron fin a sus
vidas eran arqueros, aunque no sé la cifra exacta.
Durkheim es el referente del tema en la sociología y esa fue la primera materia que di, en el
primer trabajo que tuve en Buenos Aires, en un instituto privado de Palermo,
como profesor reemplazante. Me veo tomar el 160 por Paraguay al terminar la
clase para volver a la que por entonces era mi vivienda en Boedo, y al pasar por
Medrano a la altura de la Plaza República de la Independencia desear
fervientemente vivir en ese barrio, anhelo que concretaría y dilapidaría unos siete años más tarde.
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Boedo, Almagro, Villa
Pueyrredón, Villa Crespo, Belgrano, La Paternal… Durante los primeros años
cuidaba casas. El diario del cuidador. El limpiador de cacas de gatos. Las
casas, esos organismos animales. Un buen cuidador no se define por llevarse
bien con el gato a cargo o con devolver todo limpio y ordenado; se define por
ser capaz de conservar intacto el olor de la casa. En la mía de infancia no
había casi biblioteca, así que aproveché para ponerme al día en las bibliotecas
ajenas. Leí una cantidad de libros que no me habría podido comprar nunca.
Igualmente, como diría Piglia, si quien escribe no quiere leer todos los
libros, tampoco quiere vivir en todos lados. Encontrar los propios libros, los
propios barrios.
Por aquellos tiempos
también viví en un hostel. Corrientes y Gascón. Los hostel son los conventillos
de ahora. Compartía habitación con unos adolescentes colombianos que querían
ser jugadores de fútbol y salían temprano a probarse en clubes. En la pieza
además había un hombre grande que a la noche no estaba porque trabajaba, abajo,
haciendo mantenimiento para Metrovías en la estación Ángel Gallardo.
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Buscar dónde vivir es
como buscar trabajo. Hay que levantarse temprano, sostener una disciplina
consistente en mandar correos, anotar direcciones, ir a ver, hacer llamados.
Cada mañana el barrido diario. Zonaprop, Argenprop, Solodueños, los
clasificados, grupos de facebook, las aplicaciones que filtran y envían al
teléfono un resumen de avisos publicados… Tinderización de la vida. Badudi es
como un tinder inmobiliario. Te genera coincidencias, matches, encuentros entre
inquilinos y propietarios.
Trabajo: me parece verlo
todavía. Al principio, cuando vine, lo poco que sabía. No sabía nada de la
relación ideal entre escritura y trabajo ni de los cuatro tipos de trabajo. No
sabía buscar. Pegaba en las facultades unos cartelitos invisibles, salía a
repartir currículum impresos, no tenía casi ningún speech, mandaba mails
largos.
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Hace una semana me tomé
un auto compartido para ir a Rosario en Plaza Italia. A la vuelta me tomé otro
que, por cambios que hizo el conductor a último momento, me terminó dejando
exactamente en el mismo lugar, la sucursal de Kentucky que está por Santa Fe,
apenitas pasando Thames. Un viaje griego. Doblemente circular.
Es tan difícil salir de
Buenos Aires que, siempre que estoy afuera, donde sea, en algún momento de la
estadía me empiezo a inquietar: ¿y si ya no pudiera volver a entrar? Aunque ya
haya hecho el camino de regreso mil veces, el cóctel de emociones se repite
idéntico al llegar. Adrenalina y alivio por haberlo logrado una vez más.
Casualmente ayer un amigo recordaba el aniversario de un clásico Newells-Central de 1989. Me acuerdo que después de ese torneo Batistuta y Hernán Díaz, figuras de ambos equipos, fueron adquiridos por River. Éste último cuenta que viajaron juntos en el auto de "Bati" desde Rosario y eran tan pajueranos que les costó orientarse y encontrar los departamentos que River les daba, en Belgrano. Batistuta es de Reconquista, por cierto, y Hernán Díaz es de Sastre, mismo pueblo que Adrián, mi primer dentista.
Mi actual queda en
Florida al 600 y hoy justamente tuve turno. Tomé la línea E, en Rodolfo Walsh. Me
bajé en la estación Catalinas y resultó que, al emerger en Alem y subir por
Viamonte hasta el destino, volví a sentir algo así como un entusiasmo y un
regocijo de andar por esta ciudad que hace bastante no sentía. Al irme de la
consulta caminé por Florida hasta Plaza San Martín y ahí volví a rodear el bajo
hasta Catalinas.
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Los recuerdos de
infancia que más tengo son aquellos en los que se anudan lo casero con lo
político. O la cultura de masas con lo doméstico. El año 89 fue en ese sentido
prolífico. Fue el de la seguidilla de virus y bacterias (como hepatitis y
varicela) que me hicieron quedar en reposo y faltar durante semanas a la
escuela. Vivía en un pueblo doblemente aislado por la distancia geográfica y
por el desabastecimiento hiperinflacionario, y como en un momento dado
empezaron a escasear los suplementos deportivos y las revistas de historietas,
me acuerdo que me improvisaban una cama en la cocina, donde estaba el
televisor, para que no me aburriera. Veía Nuevediario de 19 a
20 y así seguí la campaña motonáutica de Scioli y la primera ronda del segundo
Scudetto del Nápoli. Para la navidad de ese año recibí de regalo una bicicross.
Mi papá pegó en un espacio liso del manubrio la calcomanía de “Síganme…”.
Transcurridos unos meses la despegó, pero el pegote no salió del todo y ahí
siguieron quedando los restos.
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Suelo viajar en auto,
como pasajero, decía, usando la aplicación llamada Carpoolear. En este sistema
de viaje entre desconocidos con gastos divididos se da algo interesante: esa
microcomunidad parlanchina que se arma durante horas, y que, sazonada por la
proximidad física puede incluso llegar a niveles de mucha intimidad
conversacional, se desarma sin dejar marcas no bien se estaciona el vehículo al
arribar a destino, y todos salimos, cual big-bang, eyectados a la ciudad, al
mundo, a seguir con el continuo de la vida privada en el cual el viaje abrió un
paréntesis, nuevamente atomizados. No queda nada. Hasta me ha pasado alguna vez
caminar media cuadra y descubrir que alguien, que hasta hace minutos estaba
sentado al lado mío contando su vida, también viene para este lado, llegar a la
esquina y notar que nos hacemos distraídos, como si el mínimo contacto ahora
fuera una invasión inconcebible, como si el otro, afuera, se volviera una
molestia, una carga de información indigerible para mi campo energético y
visual…
Aunque a veces ni siquiera se llega a destino: hace unos meses, siempre
hablando de este año, quedé seis horas demorado en un destacamento policial a
la altura de Zarate. Viajaba por supuesto en uno de estos carpool y sucedió que
nos tocó un operativo de seguridad vial en el que al conductor y al acompañante
les encontraron cuantiosos gramos de marihuana. Era un mediodía de invierno y
el sol estaba alto, y puro, y se sentía hermoso, y me encontré libre,
paradójicamente libre, agradecido, retenido ahí, mientras nos labraban el
procedimiento, a la vera del camino, en el medio del campo.
Contacto con uniformados
no tenía desde el 2018. Desde el día que tuve que ir, en el marco de un convenio ministerial, hasta
Recreo, solo, a una escuela de policía, a dar un taller. Recuerdo que la
actividad se extendió, que se hizo de noche y me preguntaron si racionaba, es
decir, si me quería quedar a cenar con los pupilos. Me acuerdo que tendría que
haber dicho que sí, y que en vez de eso terminé haciendo tiempo en un bar
sórdido enfrente de la terminal de Santa Fe, esperando la hora de salida del
colectivo a Buenos Aires, viendo un partido de Vélez contra San Lorenzo, o
adivinándolo más bien, porque los dueños del bar no habían pagado el
codificado.