Buscando salir de los mandatos de generaciones
anteriores y en todo caso poder elegir, nuestra generación terminó entrando en
otro. Desarmó la exigencia de maternidad, pareja para toda la vida, superación
económica y trabajo estable para terminar armando el mandato de ser feliz. Hay,
como dice Emiliano Exposto, un “régimen de bienestar obligatorio”. Un
imperativo que, siento, instrumentaliza el deseo de vida o deseo-fuerza, como
lo llama Amador Fernández Savater, y lo reduce a deseo de algo. Por ejemplo, el
deseo de una representación de nosotros mismos en tanto deseantes (personas que
persiguen sueños, encuentran vocaciones vitales, se dedican a lo que les gusta)
como medio para producir valor subjetivo y sobrevivir en un cada vez más despiadado
y competitivo mercado del ánimo.
Buena parte de mi biografía adulta estuvo organizada alrededor de esa trampa. No fue una buena idea, concluyo ahora que cumplí cuarenta. Este año, mientras, habiendo sido expulsado por una doble crisis (sexoafectiva y de acceso a la vivienda) hacia el afuera de los barrios en los que vive la gente interesante de la ciudad, al develarme falto de convicción para aceptar al mercado de la seducción virtual tanto como al inmobiliario, por fin me deprimí, es decir, quebré ante “la fatiga de ser uno mismo” de la que habla Ehrenberg. En eso llega el invierno y me encuentro con Las máquinas psíquicas. Crisis, revueltas y fascismo.