Buscando salir de los mandatos de generaciones anteriores y en todo caso poder elegir, nuestra generación terminó entrando en otro. Desarmó la exigencia de maternidad, pareja para toda la vida, superación económica y trabajo estable para terminar armando el mandato de ser feliz. Hay, como dice Emiliano Exposto, un “régimen de bienestar obligatorio”. Un imperativo que, siento, instrumentaliza el deseo de vida o deseo-fuerza, como lo llama Amador Fernández Savater, y lo reduce a deseo de algo. Por ejemplo, el deseo de una representación de nosotros mismos en tanto deseantes (personas que persiguen sueños, encuentran vocaciones vitales, se dedican a lo que les gusta) como medio para producir valor subjetivo y sobrevivir en un cada vez más despiadado y competitivo mercado del ánimo.
Buena parte de mi biografía adulta estuvo organizada alrededor de esa trampa. No fue una buena idea, concluyo ahora que cumplí cuarenta. Este año, mientras, habiendo sido expulsado por una doble crisis (sexoafectiva y de acceso a la vivienda) hacia el afuera de los barrios en los que vive la gente interesante de la ciudad, al develarme falto de convicción para aceptar al mercado de la seducción virtual tanto como al inmobiliario, por fin me deprimí, es decir, quebré ante “la fatiga de ser uno mismo” de la que habla Ehrenberg. En eso llega el invierno y me encuentro con Las máquinas psíquicas. Crisis, revueltas y fascismo.
La producción masiva de malestar social es
una condición inherente a la reproducción del capital, escribe el nombrado Exposto en el libro en
cuestión editado por La docta ignorancia. Asocio la frase a una analogía que propone
César González en El fetichismo de la
marginalidad (Sudestada, 2021), otra lectura de receso invernal: citando al
Marx de “Elogio del crimen”, recupera ahí la hipótesis de que el delincuente es
alguien que produce riqueza. El ladrón, según el planteo, produce al sistema
judicial-legal-criminal-policial que “vive” de la delincuencia, así como están
los cineastas blancos que hacen carrera con la tematización de la marginalidad
carcelaria, villera, etcétera. En esa misma línea, cabría preguntarnos: ¿quiénes
“viven” de nuestros malestares?, ¿cuál es la plusvalía que produce el malestar?
Volviendo a las máquinas psíquicas. Hay,
se afirma, una privatización neoliberal del padecimiento. Una
neo-liberalización que entiendo en un sentido doble. Por un lado, cada uno de
nosotros, como buen empresario de sí, haciendo números y calculando qué tanto
malestar le va resultando rendidor manejar. Por otro, cada uno, meritócrata al
fin, haciendo méritos (yendo a terapias, tratándose, etc.) para ganarle
individualmente a su padecer. Otro de los interrogantes que recupera el libro
entonces, parafraseando a Paul Preciado, sería, ¿cómo convertir la desafección
privatizada en rabia politizada?
Las crisis ecológicas, económicas y
sanitarias conviven con crisis subjetivas, se lee ni bien comienza el primero
de los cuatro capítulos. La economía política y la economía libidinal son, así,
una y la misma. La precariedad es laboral y al mismo tiempo psico-emocional. El
Colectivo Juguetes Perdidos, sin ir más lejos, en Quién lleva la gorra (Tinta Limón, 2014), sostenía que cada época
funda sus propias formas de terror. Y que, como la precariedad es totalitaria, porque
no queda nada por fuera, la forma de nuestra época es el “terror anímico”. ¿Cuál
sería un criterio para medir nuestra pertenencia a una clase social hoy, bajo
esa perspectiva? Mapeando qué tan expuestos o no quedamos ante ese terror, o
sea, qué tan cerca o tan lejos nos quedan (material y simbólicamente) los
dispositivos médico-yoguico-espirituales del poder terapéutico. En ese punto, claramente,
no sería lo mismo la vida en una barriada popular que la socialización copada hiperurbana
de una clase media.
La crítica y los diagnósticos podrían ser
continuaciones de la lógica de la opinión mediática por otros medios. Sin
embargo, el autor repone constantemente la fuerza de aquello que no encaja, que
no acepta. Colectivos de salud mental que activan, movidas territoriales en
gestación, movimientos de mujeres. Lo que se resiste, afirma, produce afectos,
sentidos y saberes. Tiene, agrega, una eficacia sanadora para nuestras vidas ya
que “sólo a través de las luchas podemos descifrar quiénes somos y en qué nos
estamos transformando”. Al respecto, y como leí últimamente en algún otro
proyecto, textual: ¿qué estrategias psicopolíticas se están creando en nuestra
capacidad de cuidarnos, pensar, actuar y disfrutar en común?, ¿cómo
reapropiarnos de la fuerza insumisa de nuestros síntomas?