martes, 19 de septiembre de 2023

Viaje al corazón del Estado**

 

La vibración del teléfono, tábano aleteando contra el laminado de la mesa del bar de la Shell, lo sobresaltó y lo volvió a sacar de la lectura. Los sobrecitos de azúcar y los vasos térmicos vacíos que se habían ido acumulando junto al suplemento deportivo de El Litoral, resaltadores y otros diarios sueltos formando un ecosistema alrededor del libro, temblequearon como en movimiento sísmico. Puteando mentalmente por la nueva interrupción, El Doctor pensó en Chile. En Chile hay terremotos, en Chile hay tsunamis, en Chile rige el Plan Estadio Seguro... Soltó el marcador naranja que usaba para subrayar las ideas que le parecían importantes, se arrellanó en la silla de plástico tratando de distribuir el peso para no sobrecargar las patas traseras, levantó el aparato, vio que lo estaban llamando desde la oficina y decidió no atender. ¿Cómo sería estar en política antes, cuando no había celulares? 

Ya que estaba hizo señas a la chica de visera para que le llevara otro café, consultó notificaciones de email y respondió wasaps atrasados. “Vallejos dice que tiene abstinencia de pólvora. Dice que hace como un año que en la cancha no se tira un solo tiro”, había escrito Lorenzo en el grupo de la Oficina. “Decile a Vallejos que si quieren tirar tiros que vayan a la laguna a cazar patos”, envió El Doctor y se le vinieron a la cabeza el cuento de los nutrieros de Walsh y el comienzo de Los dueños de la tierra, del Viejo Viñas. Matar era fácil, pero no así, así no… Se acordó también de un juego al que jugaba Marito en la Family Game con una pistola de joystick cuando era chico. Podría decirle a Marito de ir a pescar juntos el fin de semana a Sauce Viejo. Desde la separación que prácticamente no iban.

Corrió un poquito más el libro para hacerle lugar al nuevo vaso de café. Empezaba a atardecer y, ya sin el reflejo del sol dando de lleno en el vidrio, la cancha de Unión se recortaba nítida enfrente. Calculó que en cualquier momento los socios iban a empezar a salir de hacer sus actividades. El grupo ese de la Peña que está en el club todo el día estaría terminando alguna reunión y seguro que se cruzarían a la Shell a tomar unos porrones como tenía visto que solían hacer. Esos hinchas andaban todo el tiempo con el conjuntito deportivo de Unión puesto. Se quiso imaginar a sí mismo con el jogging y la campera de Unión pero no pudo. No tanto porque sus colores fueran el rojo y el negro de Patronato de Paraná sino porque no era la indumentaria de su rubro. Aunque a la vez notó que tampoco se estaba vistiendo más como abogado. Que andaba siempre con la misma campera azul. Que incluso ahora mismo tenía puesta la campera azul. “De tanto andar entre canas terminás hablando como cana y vistiéndote como cana”, se dijo, mirándose extrañado. Tal vez de regreso a casa alcanzara a pasar por los negocios nuevos que abrieron por San Martín, al fondo. En eso pensaba cuando ya sin poder volver a concentrarse retomó el libro sobre seguridad ciudadana. Tipografía 11 interlineado sencillo y él, a su edad, sin necesitar lentes. Se sintió orgulloso. Marcó con naranja otro párrafo y ahora sí quiso hablar con alguno de la oficina. Lo llamó a Lorenzo y pidió hacer unos contactos. En el Boulevard Gálvez comenzaba a notarse el movimiento de autos y motos. Un perro le ladró a una scooter que pasó para el lado del centro.

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La ingesta improductiva de cervezas artesanales produce en los tejidos grasos del abdomen el mismo estiramiento irreversible que el tiempo produce en el elástico de la cintura del modelo 510 de jean Levis, se le ocurrió a Walter, que ahora estaba en la sucursal Abasto de Zara probando suerte con pantalones de otras marcas. Las dimensiones del probador no tenían nada que envidiar a los blancos rectángulos de durlock que a cambio de veinte mil pesos mensuales ofrecía, a toda una generación en la ciudad, la alianza que regía entre especulación inmobiliaria y agronegocios. Acá podría vivir tranquilamente, se imaginó. Acá podría empezar una nueva vida y ser criado con luz artificial como un pollo. Podría ser alimentado con alpiste y alimento balanceado por los vendedores. ¿Cómo anduvo ese talle? El vendedor de acento colombiano o venezolano desde el otro lado de la cortina pinchó el buche mental de sus rumiaciones. Seguramente quemara su sueldo en negro estudiando en la Universidad de Palermo o en alguna de las otras universidades privadas en las que él alguna vez había dado clases. Balbuceó alguna evasiva y respiró hondo con la panza, como le habían enseñado. La ropa ya no es lo que era, se dijo. Ahora sus prendas estrella no duraban en período de esplendor más de una temporada. Un día, un día como cualquier otro, sin que nada lo presagiara, el piloto negro que había sido titular indiscutido, columna vertebral en el equipo de sus apariciones públicas, amanecía en el monoambiente colgando mustio y vacío, como si durante la noche le hubiesen robado el alma. Lo mismo pasaba últimamente con las camisas que apenas transcurrido el primer lavado afofaban su porte y empezaban a perder la gracia. El vencimiento de la ropa era algo que a Walter lo obsesionaba. Decidió que no iba a comprar nada. Al fin y al cabo se había forzado a ir hasta ahí solamente como excusa para tener una tarea que le hiciera dejar la cama. Suficiente. Ya iba siendo hora de regresar a casa. Esquivaría al vendedor, apuraría el paso al tener que atravesar el Zara de mujeres, se metería al subte directamente desde el shopping, compraría tres empanadas a veintisiete pesos en un local de la Carlos Gardel, saldría a la superficie en Medrano, compraría dos alicales en el chino antes de subir, para después sí, por fin, desplomarse y disponerse a la noble doble tarea de alimentar chinches y perder toneladas industriales de células sobre un colchón tirado en el piso comprado en doce cuotas en un local de Piero… Repasando el plan estaba cuando un número empezado en 342, que a fuerza de insistencia luego aprendería a identificar con la característica de la ciudad de Santa Fe, como el bombeo del corazón delator de Poe, en la pantalla de su teléfono celular dormido, titiló con estridencia.

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Russo no esperaba encontrarse trabajando sin cobrar después de los cuarenta y en lo que iba de la semana ya había estado a punto de irse a las manos con un ceramista y un colectivero de la línea 152. Tenía la casa en obra y el polvillo le irritaba el amasijo de nervios. Históricamente relegadas por sus pares de investigación y docencia, las áreas de extensión universitaria habían vivido en los últimos años un período de esplendor hasta volverse actores estratégicos claves en la articulación con el territorio. Se inyectaba plata, se ofrecían cursos para la comunidad, se otorgaban becas, surgían programas y se presentaban proyectos. Russo siempre lo supo, tempranamente supo que él estaba hecho para la gestión. En todo lo relacionado con la incorporación de la dimensión del conocimiento científico al Estado, sería, lejos, el mejor. Lo que nunca imaginó es que el canal político y el canal administrativo corrieran por carriles tan separados y que la facturación tercerizada de contratos bajo la figura de consultor implicara que lo desgastaran tanto para poder cobrar. Por compañeros y conocidos sabía que en todos los programas el panorama contractual era el mismo. Que no era algo personal. Que esos eran los límites del Estado. Pero igualmente no lo podían dejar así, sin atenderle el teléfono, semejante destrato, los de Recursos Humanos. Entre llamado y llamado, un jueves de mayo a la tardecita le llegó un mensaje de Walter para transmitirle una propuesta. Se sacudió el portland del brazo y estornudó. Quedaron en hablar la semana siguiente. Como los puntos que un equipo necesita para engrosar el promedio en ese descenso permanente que es la vida laboral del profesional medio urbano, tal vez hubiera algún que otro billete a tiro para seguir sumando.

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Un hombre en Montecarlo va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida. Ahí está cifrada la forma clásica del género cuento, según algún exponente de la crítica literaria. Si el Viejo Remigio hubiese terminado la Primaria tal vez mataría ese tiempo que, a diferencia de los ríos que rodean a la ciudad, en el campo no encuentra cauce ni orilla. El tiempo, podría matar Remigio, leyendo cuentos. Con la soledad se disparan para cualquier lado porque no encuentran horizonte, en el campo, los pensamientos. La cabeza aturdida de silencio. Se va encorvando el lomo, con el peso acumulado de las horas muertas. Si en el examen médico el oftalmólogo no hubiera pasado el informe que pasó, a Remigio no lo hubieran jubilado tan rápido. Ahora solamente sale del rancho para ir al casino. Va al casino y pierde lo poco que tiene y no sabe que, a esa angustia que le agarra en el pecho, se la conoce técnicamente en la ciudad universitaria como depresión. Remigio no sabe lo que es estar deprimido. Viejo, tirado y loco es demasiado, siente El Doctor cuando lo rescata del casino y le propone ser su chofer personal. No es muy complicado. Bajar el volumen si el pasajero está hablando por teléfono, no hablar nada si no hay confianza, no sentarse en la misma mesa cuando se hace una parada a almorzar, no aceptar si lo invitan a pasar a la casa… Remigio fue aprendiendo el oficio de chofer y quedan pocos como él. Los pibes nuevos, dice, no saben ser chofer. Pensar que empecé manejando un carro en Clorinda y ahora ando en una de estas naves, se sorprende a veces. Necesito pedirte un favor extra, le dice El Doctor. Necesito que vayas a buscar a una gente. El sol de la primera mañana se proyecta en destellos aumentado por las gotas de rocío, que al ir subiendo inundan el aire de un aroma como de pasto recién cortado. Los perros se hacen los dormidos cuando lo escuchan pasar para el galpón. La yegua no está pero debe andar por ahí. Cuando tenga sed va a volver… Pese a que está yendo a una jungla que no conoce, cuando ese sábado bien temprano aferra el volante del BM y sale para Buenos Aires, Remigio se siente agradecido.   

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Cuando te convocan para asesorar funcionarios en la organización de un partido de fútbol y te llevan para que veas cómo se trabaja en el Operativo, la primera sensación que tenemos los que estudiamos el tema, piensa Walter, es la siguiente: no entendemos nada. TOE, PAT, cartuchos AT, ravioles, bote-bote, arrebato de puerta, brete, minuto cero; jergas, jerarquías, grados, gradaciones, dependencias, organigramas, siglas, nombres, terminologías… Al principio la información te desborda. Y después también. ¿Cómo se determina cuántos policías?, ¿quiénes son?, ¿de dónde salen?, ¿cuánto cobran, cuándo cobran, cómo cobran, cuántas horas están?, ¿son siempre los mismos?, ¿qué quiere decir "adicionales"?, ¿cómo se determina quién está a cargo? ¿Qué relación hay entre los operativos y las comisarías que están en la jurisdicción perteneciente al estadio? ¿Por qué la infantería, por qué las PAT y no otras divisiones de la fuerza…? Walter tiene la impresión de que, por más atención que le preste al Doctor y por más preguntas que le haga a Lorenzo, es una cantidad de datos que nunca va a terminar de retener, como si fuera un idioma que se aprende de chico o nada, porque si se empieza de grande es más difícil de aprender, como aprender natación o tocar la guitarra.

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Prestarle servicios a un Ministerio de Seguridad es ver al animal por dentro, anota Russo en su diario de viaje. Con la credencial de personal autorizado tenés acceso liberado al campo de juego, los palcos, vestuarios, el sector de la tribuna que quieras, rincones y pasadizos, salas y antesalas, pasillos y recovecos varios de la entraña, el triperío, el intestino delgado mismo de ese fósil, de ese dinosaurio quieto que es un estadio. En las inmediaciones, en las puertas de acceso, la información está. Está ahí servida la información, privilegiada, manjar apetitoso para el periodista de investigación o el antropólogo social. No obstante, en esa hiper-visibilidad habita una paradoja. El fútbol y sus dobleces. Un doblez más. Porque así como se habla de doble pacto política-policía o de doble moral de los hinchas, reflexiona Russo, también tenemos que hablar de un doble juego, de una dialéctica entre transparencia y opacidad. O sea: ves a un Ministro en persona supervisar las acciones, ves al equipo del área que te contrata trabajando sin descanso, los efectivos policiales destinados al operativo desempeñando normalmente cada uno sus funciones, ves a los filmadores apostados en lugares estratégicos cual francotiradores, ves que el helicóptero sobrevuela las instalaciones, ves como se ve por las cámaras perimetrales de videovigilancia, por el centro de monitoreo, ves el sistema tetradigital de handys con frecuencia encriptada operando sin problema, el camión de videovigilancia con antena periscópica, ves el hardware, la materialidad del dispositivo, los aparatos, los ves, lo escuchas al coordinador del área reaccionar con eficacia ante una emergencia y actuar de inmediato, cierren tal puerta, abran tal otra, vayan para allá, fijate fulano, me copias, a dos metros, pantalón negro, buzo blanco… Ves todo eso, enumera Russo, y sin embargo no hay ningún momento en el que dejes de tener la sensación de estar siendo parte de una gigantesca puesta en escena. Lo suficientemente grande como para ser leída en términos de manipulación desviadora de la atención, digitada por unos demiurgos maléficos. No. No es necesaria ni estrictamente eso, se aclara. Es otra cosa, ¿pero qué? Hay algo opaco que pareciera siempre transcurrir en una realidad velada, en una segunda realidad en la que siempre hay una llave más, una puerta más, un carril de mando, una comunicación, una orden más. Una segunda realidad ante la que, viendo todo, adelante tuyo, nunca dejas de tener la sensación de que no sabes nada y que no podes confiar. Lo que tampoco sabés es que vos todavía no los conoces de vista, porque los policías son muchos y vos sos uno solo, pero ellos, igual que los barras, ya te junan, ya te vieron a vos, ya te conocieron…

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Apenas pasado el mediodía, la voz del estadio anuncia las formaciones. Por el local Ezequiel Unsain; Lionel Monzón, Maximiliano Pollacchi, Lisandro Martínez y Milton Valenzuela; Braian Rivero, Maximiliano Ribero y Emiliano Franco; Héctor Fértoli, Matías Tissera y Milton Treppo… Mientras que la visita presenta una alineación compuesta por Jeremías Ledesma; Nicolás Giménez, Ángel Gómez, Renzo Alfani y Marcos Martinich; Félix Banega, Matías Mansilla, Diego Becker y Joaquín Pereyra; Joel Reinoso y Maximiliano Lovera.

Ni más frío ni más feo. Peor no puede estar el clima ese domingo de julio en el que Russo y Walter vuelven a viajar con Remigio para ver a los suplentes de los suplentes de Newells contra Central, partido de ida por cuartos de final de la Copa Santa Fe, clásico de la ciudad, Silvio Trucco el árbitro, vidriera para altos mandos gubernamentales, transmisión exclusiva de TyC Sports desde el Coloso del Parque Independencia que terminará encontrándolos, ya entrada la noche, viajando a la capital de la provincia con El Doctor también en el auto, sin saber si no va a haber que regresar al día siguiente a primera hora de nuevo a Rosario para estar en conferencia de prensa.

“La conferencia no la tiene que dar el Ministro. ¿Por qué tiene que dar explicaciones la política? ¡Que a las explicaciones las de la policía!”, se fastidia con Lorenzo por celular El Doctor en el asiento del acompañante. Es noche cerrada, el velocímetro marca 180 y las luces delanteras enfocan el manto de llovizna pixelando el asfalto. Los teléfonos del Doctor siguen sonando y el aire se respira pesado. Por la Avenida Circunvalación, saliendo de Rosario antes de subir a la autopista habían tenido que estar un rato parados por múltiple accidente de tránsito. Un auto hecho un bollo de papel corrugado a Walter le parece nada. Un hecho menor comparado con la impresión que le causó la escena de la corrida en la tribuna popular baja de Newells a la tarde, el sonido sordo de esas miles de zapatillas bajando escalones en estampida buscando una salida de emergencia a la platea por el pánico de quedar en el medio de lo que parece ser un cambio de jefatura en la barra después de una secuencia de semanas de muertos y contramuertos, la presión que se le baja cuando se supone es uno de los que sabe qué hacer con el problema, haciéndose cada vez más chiquito adentro del montgomery que lo envuelve, como chiquita, menor y en segundo plano, en la mullida cuerina del asiento trasero del BM va quedando, ante el contexto de urgencia periodística que resignifica el viaje, la hoja con la agenda de temas a plantear que habían preparado con Russo antes de salir de Buenos Aires.

 

[** Comienzo de "La novela de la violencia en el fútbol]