En Rosario se patentan cien nuevos autos
por día y de un tiempo a esta parte sus calles se han vuelto intransitables.
Puntos de la ciudad históricamente conectables en quince minutos pueden
demandar hoy casi una hora. No queda calle que se salve del paso de hombre. Ni
siquiera las más insulsas, Tres de Febrero por ejemplo, también conocida según
un colega como “la Viamonte del microcentro”. ¿Qué hacer? En principio, salir
de casa con mayor antelación. Y tener siempre un tranquinal a mano, cuestión de
afrontar con paciencia verdaderas expediciones, hostiles travesías que entre
otras cosas suelen incluir encarnizadas escenas de pugilato, situación en la
que mejor tener más a mano un garrote que un tranquinal. ¿Pero qué más?
Restringir el acceso a un determinado radio
céntrico o dar turnos para circular por día según el último número de patente
como en México no, porque el gasto en personal de tránsito puesto a controlar
su cumplimiento sería extraordinario, ¿o alguien piensa que los terminados en
siete saldrían a rodar solamente los jueves? Construir líneas de subterráneo
como en Buenos Aires tampoco, ya que corriendo en dirección al río la más
mínima frenada a destiempo podría terminar con el subte en medio del Paraná y
prefectura no cuenta aún con los dispositivos de rescate adecuados para operar
en esos casos. Hacer algunas calles de dos pisos menos que menos: para obras
megalómanas ya demasiado con la tercera bandeja de la cancha de Central y el
Puerto de la Música.
Dos cosas sí podrían hacerse como para
acompañar la salida anticipada con garrote y la flamante medida de los carriles
exclusivos adoptada desde la Municipalidad. La primera, regular la producción
automotriz. La segunda, incentivar el transporte compartido, lo que de paso
puede redundar en el advenimiento de un nuevo tipo de lazo social comunitario;
por ejemplo grupos de padres y de oficinistas turnándose para llevar los chicos
a la escuela u organizándose para pasar a buscarse en un solo auto al ir al
trabajo. Pero pedir lo primero sería como proponer que la gente se quede en su
casa durante los fines de semana largos y contribuya así a terminar con el
turismo depredador. Y además no porque el consumo interno y todo eso. En cuanto
a lo segundo dificilmente una generación de paranoides pueda confiar ni
compartir nada con nadie. Total, si es por compartir, los chicos y los demás
oficinistas pueden tomarse el colectivo, que no tendrá una buena frecuencia ni
será barato pero mal que mal funciona.
¿Y entonces? ¿Qué hacer? Como siempre, en
la esfera artística se encuentra buena parte de la solución a nuestras
tristezas.
Haciendo un rápido raconto de diversas
personalidades varoniles del mundo de la actuación, la música, el humor y las
letras, tanto vernáculas como internacionales hallamos un fenómeno muy
interesante: Woddy Allen, Diego Capusotto, Roberto Bolaño, Rodrigo Fresan,
Marcelo Birmajer, Sebastián de Caro, Federico Levin, Sebastián Pandolfelli,
Celso Lunghi, Julio Chavez… entre otros de una extensa nómina tienen algo en
común ¿Qué cosa? Que ninguno de ellos maneja (o “manejaba”, para el caso del
malogrado Bolaño). Comunidad emparentada con la de Sebastián Wainraich, Roberto
Petinatto y Daniel Tognetti, que se incorporaron de grandes a la conducción de
autos, en el caso del ex-Sumo habiendo pasado ya largamente los treinta.
El dato es interesante en tanto y en cuanto
dispara una reflexión: para terminar con el problema vehicular no hay que dejar
de vender autos sino modificar el modelo hegemónico de masculinidad de la
población hombre que en su mayoría los maneja. Ir hacia un nuevo modelo
masculino, torpe para las destrezas varoniles como jugar al fútbol, emparchar
una rueda y hacer un asado; indiferente a los íconos del prestigio macho como
el coche; ajeno a los códigos del honor mansillado como para bajarse a pelear
en una esquina cuando otro automovilista al tirarle el auto encima lo ha
encerrado; demasiado inmerso en sus cavilaciones internas como para andar
prestando atención a precios y ofertas de nuevos y usados. En suma, apuntar
hacia otro modelo masculino: el del arte. El de hombres artistas que no manejan
o que en todo caso se toman su tiempo para incorporarse al manejo, ya adultos,
maduros, responsables, contribuyendo así a descomprimir las colapsadas calles
de la ciudad.
Tal vez ahora que Rosario busca posicionarse
como polo cultural y que las Secretarías de Cultura nacionales, provinciales y
municipales manejan generosos presupuestos, sea un buen momento, la ocasión
oportuna para lanzar el intento.