jueves, 19 de julio de 2012

Crónica de un fin de semana en familia


El fin de semana pasado vinieron mis padres de visita. Estando con ellos me di cuenta que me cansé de ser hijo. Así que esto no va más, se terminó y esta vez va en serio. Llegué a una conclusión: antes que ser hijo prefiero tener un hijo. Y antes que andar pagando cuatrocientos ochenta pesos por sesión para reconstruir el vínculo que mantengo con mis padres prefiero ser padre. Y listo, punto y aparte.

“Si no puedes con tu padre conviértete en padre”, solía aconsejarme el pampa Fabián, un compañero de la Facultad. Cuánta razón tenía. ¿Estará de acuerdo Verónica con esta decisión? No me importa, el que tiene que estar principalmente de acuerdo es mi analista. Mientras tanto, me adiestro en el arte de la crianza regando a mi ficus.

Viernes

Dejan el equipaje en el departamento de mis hermanos, lugar en el que comúnmente paran cuando vienen, y se llegan hasta el mío con la consigna de pasar la tarde juntos. Por si fuera poco, la que también viene es mi abuela. Mi madre no termina de atravesar el umbral de la puerta que ya está sentenciando: “A ese ficus le falta agua”.
Casi de inmediato, al oírme lanzar una de mis habituales ráfagas de estornudos, pregunta si estoy yendo al alergista. Cortante, le contesto que no pienso ir más a ningún alergista, que los alergistas no saben nada porque su medicina de la especialidad no les permite situar la alergia en el marco de una totalidad, que el discurso médico occidental en su conjunto es una ficción, que nadie sabe de mi propio cuerpo más que yo mismo… “¿Dónde tenés un balde?”, me interrumpe.
Se pone a llenarlo. El chorro de agua repiquetea contra el plástico y me veo obligado a levantar la voz. Finalizo mi respuesta prácticamente a los gritos, tratando de hacerle entender que los alérgicos somos personas especiales, unos seres tan comprometidos con la apertura al mundo que nuestra sensibilidad nos vuelve en forma de irritación de la piel y las mucosas nasales…
“Te noto pálido, te vendría bien hacer deporte, sobre todo natación, que es bueno para los estornudos”, vuelve a interrumpirme, olvidando con total impunidad esa recurrente escena veraniega de infancia en la que yo regreso junto a mi padre y mis hermanos del club, y él, casi a modo de informe, le cuenta burlonamente que a los demás chicos -incluidos mis hermanos- les sale tirarse de mortal y a mí no, comentario de una gracia que solo ellos parecen ser capaces de percibir, y que celebran a carcajadas.
Intento explicarle en vano que yo ya estuve probando suerte con algunos deportes, pero que todavía no encuentro el deporte, ese que sea como un acorde que al tocarlo haga vibrar toda mi existencia.
En eso me doy vuelta y veo a un nene de unos tres años arrancando una de las cuerdas de mi guitarra nueva. “¿Quién es este chico y qué está haciendo en mi departamento?”, increpo a mis padres mientras forcejeo para sacársela de las manos. “Es el nieto de Pichona. Lo trajimos porque quería conocer la ciudad”.
Al chico no hay manera de tenerlo quieto. En cuestión de minutos, ante la irritante pasividad de mis padres, que parecen haberle liberado la zona para que pueda operar con tranquilidad, además de meterse con la guitarra, de arrancar las cortinas del living de un sacudón y de tirar al piso uno por uno los libros del estante bajo de la biblioteca, se pone a tocar una batería imaginaria golpeando las ollas que previamente encontró en un mueble de la cocina.
“Se ve que lo suyo va por el lado de la música”, comenta mi padre.
Se me hace que recurrir al dibujo puede llegar a ser una buena idea para civilizarlo. Lo llevo al dormitorio, le doy un papel y unos lápices. Al rato voy y compruebo que efectivamente la idea resulta, lástima que, más que en el papel, haya preferido dibujar en la pared.
“Se ve que lo suyo va por el lado de los murales” acota mi padre sin estar ni siquiera cerca de registrar que su supuesta gracia es, a esa altura, insostenible.
Pongo a mi abuela a limpiar la pared con la esponjita de lavar los platos y no claudico en mi esfuerzo negociador: le doy al nene nuevamente una hoja, pero esta vez intento ser más concreto en mi consigna y lo invito a que me haga un dibujito para pegar en la heladera. El nene manotea los lápices y, en un impulso que no sé si atribuir a su genialidad precoz o a una lisa y llana tomada de pelo, agarra y dibuja… una heladera.

En un momento dado salgo al balcón, necesito aire.
Mi padre me sigue. Merodea en el rectángulo de cemento como si anduviera buscando algo de complicidad para hablar. Detrás de su mueca de cómico lo adivino apesadumbrado. Atribuyo su desasosiego a las cambiantes decisiones de mi hermana, que tras haber abandonado medicina para dedicarse a los malabares circenses, ahora dejó los malabares circenses para irse a cursar un seminario de percusión mocoví en el medio del Chaco. O a los hábitos siempre tan particulares de mi hermano, al que ahora, convencido de su supuesta falta de potasio, se le dio por sostener una dieta exclusivamente diseñada a base de bananas. Finalmente me comenta que está inquieto porque el médico le aconsejó dejar de fumar. Reconoce que no imagina su vida sin el cigarrillo. Intento consolarlo opinando que quizás no sea necesario dejarlo del todo. Le digo que tal vez alcance simplemente con reducir la cantidad.
“¿Ah sí, y cómo hago?”
“Muy fácil”, le explico pensando en lo justo que me vienen, para este problema, mis últimas lecturas de Spinoza y Deleuze: “volviendo conciente cada cigarrillo que fumas, cuestión de fumar solamente ahí cuando sabes que tenés auténticas ganas de hacerlo, desplazando así tu relación con el cigarrillo desde un plano de la dependencia hacia un plano del deseo…”.
Sus ojos desorbitados se quedan mirándome unos instantes. Después lleva una mano al bolsillo de su camisa y se prende un Parliament.

Sábado

Al mediodía llama por teléfono mi madre. Pregunta si quiero salir a almorzar con ellos. Le respondo que no, que necesito distancia para construir mi vida adulta. Después llama Verónica para ir a tomar unos mates al río. Le contesto que prefiero quedarme escribiendo mi diario, que mejor nos vemos para ir al cine a la tardecita.
La distancia de ese mediodía me sirve para reflexionar. Y para descubrir una cosa. La escribo: Lo que me exaspera no es la familia sino la escena familiar, ese guión según el cual cada uno cumple a rajatabla el papel que se espera de él: el tío jodón, la hermana descarriada, el hermano extravagante, la abuela despistada… Ese libreto montado en torno del infalible recurso de la anécdota, tan propio de los agrupamientos humanos en los que a sus miembros no los une otra cosa que el pasado.
Llego entonces a una conclusión: a mí la familia me interesa pero no cuando está toda junta; a mí la familia me interesa pero por separado. Envalentonado por el flamante descubrimiento, cancelo la ida al cine con Verónica y lo llamo a mi padre para proponerle salir a caminar por la costanera al atardecer. Le explico que me parece un muy buen punto de partida para empezar a salirnos de la escena familiar…
Durante algunos interminables segundos escucho sólo silencio. Silencio que es únicamente interferido por el chasquido de un encendedor.

Domingo


Mis hermanos, mis padres, la abuela, unos primos que también viven en la ciudad, el nieto de Pichona, Verónica y yo almorzamos juntos en un camping de la costa. Entre el asado, el vino que corre generoso y la abundante variedad de postres que acompañan la sobremesa, se terminan haciendo como las cuatro de la tarde.