El fin de semana pasado vinieron mis padres de visita. Estando con ellos me di cuenta que me cansé de ser hijo. Así que esto no va más, se terminó y esta vez va en serio. Llegué a una conclusión: antes que ser hijo prefiero tener un hijo. Y antes que andar pagando cuatrocientos ochenta pesos por sesión para reconstruir el vínculo que mantengo con mis padres prefiero ser padre. Y listo, punto y aparte.
“Si no puedes con tu padre
conviértete en padre”, solía aconsejarme el pampa Fabián, un compañero de la
Facultad. Cuánta razón tenía. ¿Estará de acuerdo Verónica con esta decisión? No
me importa, el que tiene que estar principalmente de acuerdo es mi analista.
Mientras tanto, me adiestro en el arte de la crianza regando a mi ficus.
Viernes
Dejan el equipaje en el
departamento de mis hermanos, lugar en el que comúnmente paran cuando vienen, y
se llegan hasta el mío con la consigna de pasar la tarde juntos. Por si fuera
poco, la que también viene es mi abuela. Mi madre no termina de atravesar el
umbral de la puerta que ya está sentenciando: “A ese ficus le falta agua”.
Casi de inmediato, al oírme
lanzar una de mis habituales ráfagas de estornudos, pregunta si estoy yendo al
alergista. Cortante, le contesto que no pienso ir más a ningún alergista, que
los alergistas no saben nada porque su medicina de la especialidad no les
permite situar la alergia en el marco de una totalidad, que el discurso médico
occidental en su conjunto es una ficción, que nadie sabe de mi propio cuerpo
más que yo mismo… “¿Dónde tenés un balde?”, me interrumpe.
Se pone a llenarlo. El
chorro de agua repiquetea contra el plástico y me veo obligado a levantar la
voz. Finalizo mi respuesta prácticamente a los gritos, tratando de hacerle
entender que los alérgicos somos personas especiales, unos seres tan
comprometidos con la apertura al mundo que nuestra sensibilidad nos vuelve en
forma de irritación de la piel y las mucosas nasales…
“Te noto pálido, te vendría
bien hacer deporte, sobre todo natación, que es bueno para los estornudos”,
vuelve a interrumpirme, olvidando con total impunidad esa recurrente escena
veraniega de infancia en la que yo regreso junto a mi padre y mis hermanos del
club, y él, casi a modo de informe, le cuenta burlonamente que a los demás
chicos -incluidos mis hermanos- les sale tirarse de mortal y a mí no,
comentario de una gracia que solo ellos parecen ser capaces de percibir, y que
celebran a carcajadas.
Intento explicarle en vano
que yo ya estuve probando suerte con algunos deportes, pero que todavía no
encuentro el deporte, ese que sea como un acorde que al tocarlo haga vibrar
toda mi existencia.
En eso me doy vuelta y veo
a un nene de unos tres años arrancando una de las cuerdas de mi guitarra nueva.
“¿Quién es este chico y qué está haciendo en mi departamento?”, increpo a mis
padres mientras forcejeo para sacársela de las manos. “Es el nieto de Pichona.
Lo trajimos porque quería conocer la ciudad”.
Al chico no hay manera de
tenerlo quieto. En cuestión de minutos, ante la irritante pasividad de mis
padres, que parecen haberle liberado la zona para que pueda operar con tranquilidad,
además de meterse con la guitarra, de arrancar las cortinas del living de un
sacudón y de tirar al piso uno por uno los libros del estante bajo de la
biblioteca, se pone a tocar una batería imaginaria golpeando las ollas que
previamente encontró en un mueble de la cocina.
“Se ve que lo suyo va por
el lado de la música”, comenta mi padre.
Se me hace que recurrir al
dibujo puede llegar a ser una buena idea para civilizarlo. Lo llevo al
dormitorio, le doy un papel y unos lápices. Al rato voy y compruebo que
efectivamente la idea resulta, lástima que, más que en el papel, haya preferido
dibujar en la pared.
“Se ve que lo suyo va por
el lado de los murales” acota mi padre sin estar ni siquiera cerca de registrar
que su supuesta gracia es, a esa altura, insostenible.
Pongo a mi abuela a limpiar
la pared con la esponjita de lavar los platos y no claudico en mi esfuerzo
negociador: le doy al nene nuevamente una hoja, pero esta vez intento ser más
concreto en mi consigna y lo invito a que me haga un dibujito para pegar en la
heladera. El nene manotea los lápices y, en un impulso que no sé si atribuir a
su genialidad precoz o a una lisa y llana tomada de pelo, agarra y dibuja… una
heladera.
En un momento dado salgo al
balcón, necesito aire. Mi padre me sigue. Merodea en el rectángulo de cemento
como si anduviera buscando algo de complicidad para hablar. Detrás de su mueca
de cómico lo adivino apesadumbrado. Atribuyo su desasosiego a las cambiantes
decisiones de mi hermana, que tras haber abandonado medicina para dedicarse a
los malabares circenses, ahora dejó los malabares circenses para irse a cursar
un seminario de percusión mocoví en el medio del Chaco. O a los hábitos siempre
tan particulares de mi hermano, al que ahora, convencido de su supuesta falta
de potasio, se le dio por sostener una dieta exclusivamente diseñada a base de
bananas. Finalmente me comenta que está inquieto porque el médico le aconsejó
dejar de fumar. Reconoce que no imagina su vida sin el cigarrillo. Intento
consolarlo opinando que quizás no sea necesario dejarlo del todo. Le digo que
tal vez alcance simplemente con reducir la cantidad.
“¿Ah sí, y cómo hago?”
“Muy fácil”, le explico
pensando en lo justo que me vienen, para este problema, mis últimas lecturas de
Spinoza y Deleuze: “volviendo conciente cada cigarrillo que fumas, cuestión de
fumar solamente ahí cuando sabes que tenés auténticas ganas de hacerlo,
desplazando así tu relación con el cigarrillo desde un plano de la dependencia
hacia un plano del deseo…”.
Sus ojos desorbitados se
quedan mirándome unos instantes. Después lleva una mano al bolsillo de su
camisa y se prende un Parliament.
Sábado
Al mediodía llama por
teléfono mi madre. Pregunta si quiero salir a almorzar con ellos. Le respondo
que no, que necesito distancia para construir mi vida adulta. Después llama
Verónica para ir a tomar unos mates al río. Le contesto que prefiero quedarme escribiendo
mi diario, que mejor nos vemos para ir al cine a la tardecita.
La distancia de ese
mediodía me sirve para reflexionar. Y para descubrir una cosa. La escribo: Lo
que me exaspera no es la familia sino la escena familiar, ese guión según el
cual cada uno cumple a rajatabla el papel que se espera de él: el tío jodón, la
hermana descarriada, el hermano extravagante, la abuela despistada… Ese libreto
montado en torno del infalible recurso de la anécdota, tan propio de los
agrupamientos humanos en los que a sus miembros no los une otra cosa que el
pasado.
Llego entonces a una
conclusión: a mí la familia me interesa pero no cuando está toda junta; a mí la
familia me interesa pero por separado. Envalentonado por el flamante
descubrimiento, cancelo la ida al cine con Verónica y lo llamo a mi padre para
proponerle salir a caminar por la costanera al atardecer. Le explico que me
parece un muy buen punto de partida para empezar a salirnos de la escena
familiar…
Durante algunos
interminables segundos escucho sólo silencio. Silencio que es únicamente
interferido por el chasquido de un encendedor.
Domingo
Mis hermanos, mis padres,
la abuela, unos primos que también viven en la ciudad, el nieto de Pichona,
Verónica y yo almorzamos juntos en un camping de la costa. Entre el asado, el
vino que corre generoso y la abundante variedad de postres que acompañan la
sobremesa, se terminan haciendo como las cuatro de la tarde.