Una vez, un compañero de la Facultad con el
que me juntaba a estudiar, me contó, con el tono de quien está por compartir
una confesión íntima, que cada tanto, al levantarse a la mañana, veía en la
cocina de su departamento a una vieja que lo miraba fijo.
¿Y te prepara rico el desayuno?, le habría
preguntado de no haber sido por el tembleque instantáneo con que reaccioné a su
confesión.
Era del interior y sus padres habían
comprado un dos ambientes en la gran ciudad para cuando él y los hermanos
estuvieran en edad de cursar una carrera universitaria.
Del interior y con departamento, como otro
compañero con el que solía armar grupo de estudio, quien, aproximadamente un
año después de aquel relato aterrador, me narró una experiencia similar, sólo
que a él la vieja no se le aparecía en la cocina sino en un patiecito interno.
Bueno, por lo menos no te ensucia adentro,
le habría dicho si hubiera podido articular palabra.
Eso no es nada, me diría, ya graduado, una
chica a la que visitaba para tener sexo: yo, a la vieja que veo algunas noches,
la veo parada acá adentro de la pieza (¿por qué nadie veía viejos?). Desde
entonces dejé de frecuentarla: nunca me sentí cómodo haciéndolo a la vista de
terceros.
Miedos eran esos, los de antes, no toda la
parafernalia actual de los ataques de pánico y ese tipo de giladas mariconas de
clase media urbana progre. Porque hoy se teme, pero distinto.
El temor principal, y buena parte de los
trastornos de stress y ansiedad a él asociados, pasa por la posibilidad siempre
latente de no poder con todo lo que hay dando vueltas; sentir que, empoderados
en la propia fuerza de iniciativa, uno está desaprovechando una potencial
oportunidad o perdiéndose algo; pasa por saber que no se está lo
suficientemente en forma como para poder estar al mismo tiempo en todos lados.
En ese sentido, soy más clásico: el único
miedo que tengo es el miedo a mí mismo y a las jugarretas y malas pasadas de
una imaginación siempre inquieta y activa en exceso. Pero prefiero mil veces
temerle a la propia imaginación antes que a una posible falla o interrupción en
el proceso de autogestionarse la vida como imagen.
Por todo eso es que he tomado una serie de
medidas.
1. No terminar convirtiéndome en freelance
ni en mi propio jefe. No señor, yo me quiero ganar la vida haciendo lo que me
pidan dentro de un horario fijo, rutinario y predeterminado a cambio de un
salario. Basta de iniciativa autoexplotante. Quiero depender.
2. No duplicar mis mensajes de regalo
recargando sólo por hoy mi saldo. ¿Para qué, si total, a las personas a las que
les podría escribir las veo un par de veces por semana a la noche cuando nos
reunimos en el bar de siempre a tomar cerveza?
3. No hacer las compras los domingos,
aprovechando que, para algunas tarjetas, los domingos hay importantes
descuentos. Ese día me gusta quedarme en casa viendo fútbol sin tener que salir
ni tomar ninguna decisión ni resolver nada. Además, me malhumoran las grandes
aglomeraciones y enseguida me transpiro la espalda.
4. No despotricar contra la rutina. Al
contrario, invocarla y bendecirla. Porque el ideal para mí sería vivir en una
sucesión de rutinas. En todos los niveles: el laboral, el amoroso, el del ocio,
el del consumo, el del sexo. Una sucesión de Ford T Negros en todos los
frentes. Pues a mayor cantidad de opciones, mayor caudal de energía dedicado a
la elección y por ende mayor agotamiento. No puede estar todo por armarse y
definirse todo el tiempo. Hay panoramas que tienen que estar de antemano
seguros y resueltos. El freelancismo sexual no va. Vivir en permanente estado
de conquista amatoria es a la sexualidad lo que la flexibilización laboral y el
monotributismo son al trabajo.
5. No bucear tanto en internet para no
tomar conciencia de todo lo que podría ver y leer y nunca voy a poder ver ni
leer. Prefiero sufrir por escases antes que por abundancia y exceso.
Asi que, listo, se terminó, me presento a
unas becas, facturo unas correcciones, ofrezco un par de colaboraciones
externas en los diarios y arranco. Porque si somos sinceros con nosotros mismos
y sabemos decirle no a la latencia de supuestas oportunidades, estaremos
cuidando nuestra soledad, y así, algún día, todos podremos llegar a tener
nuestra propia vieja. ¿No es cierto, abuela?