Después de cenar entra en
el dormitorio. La luz mortecina del velador naranja, que está en la mesita del
lado vacío de la cama de dos plazas que les regalaron, le alcanza para moverse
sin tener que encender la de arriba, blanca y principal. Ella está dormida.
Se saca la ropa. La deja en
el respaldo de la silla que utilizan para las prendas en uso, esas que deberán
hacer escala en un lavadero si algún día pretenden volver a merecer placard. Se
mete en la cama. Se reclina sobre la cabecera y agarra uno de los libros que
están apilados al lado del velador. Ha ejecutado todos sus movimientos en
cámara lenta, sigiloso, procurando volverse imperceptible.
Ahora pareciera ser que
está simplemente leyendo, pero hay que decir que, así como lo vemos, él, además
de leer, está ahí sabiendo lo que va a pasar en ese dormitorio, y en esa cama,
dentro de diez minutos.
Sabe que ella va a empezar
a ronronear, y que sus piernas, a esa altura calentitas, van a tantear por
debajo de las sábanas buscando las suyas hasta encontrarlas y enredarlas en un
punto en el que se las inmoviliza como una leona que paraliza a su presa. Sabe
que ella después se va a incorporar levemente y que, posando la cabeza sobre su
hombro, con los párpados a medio entornar y la voz aniñada, le va a pedir que
le revuelva despacito el pelo y le lea su parte preferida de El destiempo. Sabe que, a pesar de las
sensaciones que sus actitudes le provocan, va a terminar accediendo, y que, a
los pocos minutos de lectura, ella se va a quedar dormida profunda, plácida y
contundente hasta el nuevo día.
Sabe que entonces va a
apagar la luz del velador y que, conciente de la insomne noche que seguramente
tenga por delante, al principio con reparo y timidez, a lo último con ostentosa
impunidad, va a ir de a poco dosificando unas tras otras sus artimañas para
despertarla y despabilarla, porque algo hay que hacer, así la cosa no puede
quedar.
En efecto, sabe que seguirá
removiendo su pelo, pero con un gesto cada vez más cercano al tironeo que al masaje;
que con la yema del dedo índice dibujará sobre su piel una riquísima variedad
de figuras geométricas; que activará la luz del celular para consultar la hora
después de haber prendido la luz del velador para consultar la ubicación del
celular… ¿por qué ella se duerme siempre tan rápido?
Siempre reclinado contra el
respaldo, tiene la certeza de que, si pasa lo que sabe-que-va-a-pasar y entra a
dar vueltas y vueltas y vueltas en ese colchón joven, bife rebosándose para
hacerse milanesa, va a tener que agarrar el teléfono y, una vez más, ponerse a
ver las fotos del último viaje que hicieron, porque para qué viajar si no,
¿cómo puede ser que haya gente que prefiera dormir antes que recordar?
Ella posando en malla en el
balcón del hotel con el mar de fondo. Él probándose el traje de buzo. Ella en
la feria de la calle principal mirando tuqueros. Él con el contingente de
holandeses que conocieron mientras esperaban el próximo barquito a la isla.
Ella sentada en la arena en canastita comiendo un coco. Él contra la baranda
del barquito fumando un puro. Ella acodada en la barra del bar del hotel a la
noche con el vestidito violeta. Él saludando con una estrella de mar en la
mano… Ella ahí tan viva, tan vital con sus treinta, y ahora tan dormida,
dormida como se duerme ni bien terminan de coger, ni bien empiezan a ver una
película, ¿no era que “la gente que nunca duerme es más real”, esa frase de la
canción de Charly que tanto le gusta cantar?, ¿y por qué no hay ni una mísera
foto en la que aparezcan juntos?
Ronronea. Mueve sus piernas
bajo las sábanas. Entreabre los ojos. Se incorpora apenas. Posa la cabeza sobre
el hombro de él y le pide que le lea un ratito. Él deja el libro que está
leyendo y agarra El destiempo.
II
A la noche del día
siguiente, cuando escucha el ruido del ascensor, ella enciende una vela
aromática, le da play a la lista de temas que durante la tarde ha estado
preparando y chequea la disposición de la mesa. Con todo listo, recién bañada,
lo espera.
Él entra al departamento.
La saluda desde lejos. Deambula alrededor de la mesa, errático. O mejor dicho,
con un único rumbo: esquivarla. Tiene puesto el saquito de gabardina marrón
claro casi beige que usa para ir al Diario. Tarda en quitárselo.
Cenan. Ella se interesa por
las reuniones que tuvo a lo largo del día con los jefes de redacción y
pregunta. A él se lo ve desganado, apagado, pero así y todo, entre silencios y
pausas, algo le cuenta. Mientras habla, tiene la sensación, sensación por otra
parte recurrente en el último tiempo, de que ella lo escucha y lo mira con la
distancia y con la cara de quien asiste a una conferencia.
— Qué tengo, por qué me
miras así
— Así, cómo
— Así, con esa cara
— Qué cara
— Esa
(Silencio).
(Él habla).
— Te vi en la pescadería
— ¿Cuándo?
— Al mediodía… Tuve que pasar
caminando por ahí para ir a encontrarme con Echenauzi. Él no quería que nos
reuniéramos en el Diario. Prefería que fuera en algún bar de acá del barrio.
— Estaba comprando unos
tentáculos. Tentáculos de calamar. Los quiero hacer mañana a la noche. Con
arroz. Como en el viaje. ¿Te acordás? Me parece que es una buena comida para
mañana a la noche.
(Silencio)
Ella podría preguntarle por
qué, si la vio, no entró o no atinó a hacerle alguna seña, golpearle el vidrio,
o algo. Pero en su lugar pregunta otra cosa.
— Qué, ¿no comés más?
— Comería, pero me llené
Si bien trata de no
mirarla, de reojo alcanza a detectar cómo ella lo mide, lo estudia, lo repasa
como si asistiera al espectáculo de un animal exótico recién hallado, mientras
toma su coca cola light. En eso, estirándose para agarrar la soda él tira sin
querer su vaso de vino y lo rompe.
Ella se levanta,
expeditiva.
— Deja dejá, no es nada, yo
me ocupo
— Ojo las manos, podés
cortarte
Entonces ella vuelve con un
trapo. Para limpiar el líquido derramado se inclina sobre la mesa. Lo mira y
repasa la mancha. Repasa la mancha y lo mira. Se le acerca. Lo roza. Le
pregunta si no cayó nada en su silla. Le respira cerca. Con la misma voz
aniñada que suele usar cuando están en la cama y le pide que lea un poco El destiempo, ahora pide permiso para
corroborar. Sin dejar de mirarlo, pasea la mano entre sus piernas, como
palpando a ciegas posibles rastros de gotas de vino. Él, que primero pareciera
resistirse, luego se deja hacer. Suspira. Se estremece. Hasta que en un momento
le toma decididamente el brazo, bruscamente, y la aparta.
De vuelta ella en su lugar
a la mesa.
— ¿Te pasa algo?
(Él niega con la cabeza)
— Para mí que en el diario
comiste algo que te cayó mal.
(Y sigue).
— No sé si es buena idea
hacer el arroz mañana. Lo podemos dejar para otro momento. Total, meto los
tentáculos en el freezer y listo
Automáticamente él se
levanta y sale disparado hacia el baño, tomándose la boca y el estómago, con el
gesto de quien teme no llegar a tiempo.
Ella amaga a levantarse.
Amaga a preguntar si necesita algo. Pero no, se queda.
Puede que para entonces la
comida esté fría. Sin embargo, come. Y come. Termina su plato y el plato que él
dejó por la mitad.
Séptimo B
Un domingo de verano me
despertó la claridad que se colaba entre los listones de la persiana. A juzgar
por la textura de mi garganta, había fumado mucho y no había tomado agua en
horas. Traté de incorporarme sin llamar la atención, despegándome las sábanas
como quien le quita el envoltorio a un caramelo derretido. Creo que ahí fue
cuando me recordé a la madrugada saliendo del bar con la chica hacia su
departamento, ese mismo departamento en cuya cama de una plaza ahora ella
dormía improvisando mi brazo izquierdo como almohada.
Recuperé la soberanía de mi
brazo y emprendí una necesaria excursión al baño. Durante el trayecto, hallé
claros indicios de que me encontraba en el típico departamento de una
estudiante universitaria proveniente de pueblo: fotos de la fiesta de
graduación. Telar Coya procedente de un viaje al norte. Colección completa de
rock nacional de la Revista Noticias en el estante de los discos, y El lobo
estepario, de Herman Hesse, en el de los libros.
La piba no solo que no
tenía buen gusto sino que tampoco tenía tetas. Recuerdo que esa fue la época en
la que, tal vez acechado por un castigo divino o por una maldición, a mí, que
lo que más me gusta en la vida son los pechos de las mujeres, me tocaban unas
tras otras mujeres sin muy buenas tetas. Me terminaba involucrando de una u
otra manera con personas de pechos pequeños, o medianos pero blandos y
triangulares, o grandes pero caídos. A medida que mi ansiedad aumentaba, la
cantidad y la calidad de las tetas de mis ocasionales mujeres disminuía.
De manera que entre el
calor, el hecho de tener que dormir de a dos en una cama chica, la onda del
departamento y el mambo ese, cuando volví del baño fue que me pregunté: ¿qué
hago yo acá?
Me vestí, agarré mis cosas
y con desplazamientos de pantera rosa me di a la fuga. En el camino tuve que
encontrar las llaves del departamento y rogarle silencio a un gato que me
maullaba como un energúmeno, echado arriba de un puf, seguramente decidido a
despertar a su dueña y arruinarlo todo, histérico y maricón como buen gato de
departamento.
Fui incrustando las llaves
del manojo que encontré una por una en la puerta hasta dar con la correcta. Las
dejé puestas, salí y me entregué a la búsqueda del ascensor más cercano. Apreté
el botón de la planta baja y de paso me enteré que el piso de la chica era el
séptimo. Enfilé hacia la puerta de calle y corroboré lo que tanto temía: la
puerta estaba cerrada. No me quedó otra que sentarme en un escaloncito del
palier a esperar la entrada o la salida de algún noble residente que me
franqueara la huida.
Pasaba el tiempo, pasaba
hasta perder la cuenta y no entraba ni salía nadie.
A mí lo que me atormentaba
era la posibilidad de una escena: ella bajando a comprar cigarrillos y
encontrándome ahí sentado. Aunque a decir verdad tampoco estaba seguro de que fumara.
La puerta del edificio era
vidriada y me puse a mirar el domingo. Humanos con bolsas de supermercado,
humanos paseando el perro, con el diario recién comprado, vestidos con ropa de
hacer footing, humanos yendo a almorzar a lo de la madre, humanos en autos…
Así estuve un buen rato
hasta que en algún momento entró un señor mayor que, con la más conmovedora de
las inocencias y los movimientos más parsimoniosos del mundo, sosteniendo la
puerta con tembleque, me sirvió en bandeja un ¿te dejo abierto, pibe?
---
Marqué el número siete en
el ascensor. Desandé el camino con la misma delicadeza que a la ida. Pasé
frente al gato, que me miró, lo miré, nos miramos, le mantuve la mirada
sostenida: sabía que el gato sabía.
Me saqué la ropa y de a
poquito me metí de nuevo en la cama acomodándome en posición fetal. Esta vez no
pude evitar que la chica se despertara. ¿Todo bien?, me preguntó ella con dos
rayitas como ojos y la voz pastosa. Sí, todo bien, fui al baño, le contesté y
le propuse seguir durmiendo un rato más.
Horas más tarde debatíamos
sobre las cualidades de los fideos tirabuzón comparados con los mostacholes entre
las góndolas del chino de enfrente.
Destiempo
Está todo bien con vos pero nos encontramos a destiempo, dice ella a modo de explicación. Y él, que cuando debería haber sido un niño fue adulto, que cuando tiene que ser adulto es un niño y que cuando tiene que enternecerse y sentir se pone duro, sabe que esa palabra, destiempo, de algún lado le suena. Y bueno, piensa, es la ley de los perros criados en terrazas. Es el destino de los perros de cemento a los que de tanto respirar terraza se les seca el pecho y después no pueden llorar, porque no hay lugar para llantos en un pecho de perro de cemento.
En todo eso piensa al caer pesada la tarde espesa en la esquina del barrio en la que se junta con los muchachos, que envalentonados por unos porrones que solamente en su imaginación no están calientes hace horas celebran la víspera de un nuevo aniversario. Sí, sí, ya sé que es temprano, pero qué va a ser, este mes es así, todos los días hay algo y nunca te terminás de recuperar, podría decir cualquiera de ellos si otro le hiciera notar que es temprano. La misma esquina en la que alguien de otra banda le pide un trago a alguien de la suya, que dice que no de mala manera, y entonces alguno saca algo que recién minutos más tarde se sabrá es una picana y se planta en actitud amenazante o desafiante, no sabría determinarlo con certeza. ¿Desde cuándo se sale a la calle con picana?, se preguntaría si no fuera porque piensa en ella. Y en ella sigue pensando cuando al rato, estando de campana en la puerta de calle de unos departamentos de pasillo mientras un par de los muchachos arregla con el dealer, cae la policía, levanta todo y se los lleva.
Y a ella continúa teniéndola en la cabeza cuando tras un par de horas un oficial dice que bueno, muchachos, que por ser hoy una noche especial vayan nomás y pórtense bien. Y entonces, perro suelto, empieza a caminar y siente el estruendo de las bombas y observa el colorido de los fuegos en el cielo, y los fuegos le dan lo mismo pero las bombas le hacen mal, porque por algo es perro. Y ahí es cuando imagina a los bisnietos del inventor de la picana brindando en familia. Y en familia brindando a la hija mayor del ciruja cartonero que haya encontrado en la basura el vestido verde que había comprado para regalarle a ella. E imagina que seguramente en ese mismo momento, en las rutas hacinadas del país una camioneta y un camión se encuentran de frente a destiempo. Y si no es en ese momento seguro será al amanecer. Amanecer en el que, en alguna costanera de alguna ciudad rivereña un pez acaso caiga en la trampa que le tiende un pescador solitario y tras partirse al medio el paladar colgando de eso que creía ser un signo de pregunta muera de seco y ya sin interrogantes al rayo del sol boqueando loza hirviendo, para luego ir a parar a la panza ruidosa de algún perro fiero.
Pero lo del pez y lo de los perros en todo caso será recién al amanecer. Por ahora él llega a su casa, que no tiene luz, como buena parte de las casas del barrio para esa época, aunque lo mismo le daría si luz tuviera y la llama por teléfono. La llama y primero no se puede comunicar, porque a lo mejor cambió de número o porque es difícil comunicarse en una noche como esa. Pero después sí se puede comunicar y ahí es cuando ella le vuelve a decir, como en cada una de las noches de ese último mes y medio, que no tiene más nada para decirle, que deje de andar pidiendo explicaciones o se verá forzada a llamar a la policía, cosa que no quisiera tener que hacer en medio de una noche tan especial, y que punto, que a veces las personas se cruzan a destiempo y nada más, eso. Y le corta. Y entonces, perro ciego. Ciego, ciego.