lunes, 4 de marzo de 2013

Tentáculos de calamar (y otros textos de alcoba)


Después de cenar entra en el dormitorio. La luz mortecina del velador naranja, que está en la mesita del lado vacío de la cama de dos plazas que les regalaron, le alcanza para moverse sin tener que encender la de arriba, blanca y principal. Ella está dormida.

Se saca la ropa. La deja en el respaldo de la silla que utilizan para las prendas en uso, esas que deberán hacer escala en un lavadero si algún día pretenden volver a merecer placard. Se mete en la cama. Se reclina sobre la cabecera y agarra uno de los libros que están apilados al lado del velador. Ha ejecutado todos sus movimientos en cámara lenta, sigiloso, procurando volverse imperceptible.
Ahora pareciera ser que está simplemente leyendo, pero hay que decir que, así como lo vemos, él, además de leer, está ahí sabiendo lo que va a pasar en ese dormitorio, y en esa cama, dentro de diez minutos.
Sabe que ella va a empezar a ronronear, y que sus piernas, a esa altura calentitas, van a tantear por debajo de las sábanas buscando las suyas hasta encontrarlas y enredarlas en un punto en el que se las inmoviliza como una leona que paraliza a su presa. Sabe que ella después se va a incorporar levemente y que, posando la cabeza sobre su hombro, con los párpados a medio entornar y la voz aniñada, le va a pedir que le revuelva despacito el pelo y le lea su parte preferida de El destiempo. Sabe que, a pesar de las sensaciones que sus actitudes le provocan, va a terminar accediendo, y que, a los pocos minutos de lectura, ella se va a quedar dormida profunda, plácida y contundente hasta el nuevo día.
Sabe que entonces va a apagar la luz del velador y que, conciente de la insomne noche que seguramente tenga por delante, al principio con reparo y timidez, a lo último con ostentosa impunidad, va a ir de a poco dosificando unas tras otras sus artimañas para despertarla y despabilarla, porque algo hay que hacer, así la cosa no puede quedar.
En efecto, sabe que seguirá removiendo su pelo, pero con un gesto cada vez más cercano al tironeo que al masaje; que con la yema del dedo índice dibujará sobre su piel una riquísima variedad de figuras geométricas; que activará la luz del celular para consultar la hora después de haber prendido la luz del velador para consultar la ubicación del celular… ¿por qué ella se duerme siempre tan rápido? 
Siempre reclinado contra el respaldo, tiene la certeza de que, si pasa lo que sabe-que-va-a-pasar y entra a dar vueltas y vueltas y vueltas en ese colchón joven, bife rebosándose para hacerse milanesa, va a tener que agarrar el teléfono y, una vez más, ponerse a ver las fotos del último viaje que hicieron, porque para qué viajar si no, ¿cómo puede ser que haya gente que prefiera dormir antes que recordar?
Ella posando en malla en el balcón del hotel con el mar de fondo. Él probándose el traje de buzo. Ella en la feria de la calle principal mirando tuqueros. Él con el contingente de holandeses que conocieron mientras esperaban el próximo barquito a la isla. Ella sentada en la arena en canastita comiendo un coco. Él contra la baranda del barquito fumando un puro. Ella acodada en la barra del bar del hotel a la noche con el vestidito violeta. Él saludando con una estrella de mar en la mano… Ella ahí tan viva, tan vital con sus treinta, y ahora tan dormida, dormida como se duerme ni bien terminan de coger, ni bien empiezan a ver una película, ¿no era que “la gente que nunca duerme es más real”, esa frase de la canción de Charly que tanto le gusta cantar?, ¿y por qué no hay ni una mísera foto en la que aparezcan juntos?

Ronronea. Mueve sus piernas bajo las sábanas. Entreabre los ojos. Se incorpora apenas. Posa la cabeza sobre el hombro de él y le pide que le lea un ratito. Él deja el libro que está leyendo y agarra El destiempo.

II
A la noche del día siguiente, cuando escucha el ruido del ascensor, ella enciende una vela aromática, le da play a la lista de temas que durante la tarde ha estado preparando y chequea la disposición de la mesa. Con todo listo, recién bañada, lo espera.
Él entra al departamento. La saluda desde lejos. Deambula alrededor de la mesa, errático. O mejor dicho, con un único rumbo: esquivarla. Tiene puesto el saquito de gabardina marrón claro casi beige que usa para ir al Diario. Tarda en quitárselo.
Cenan. Ella se interesa por las reuniones que tuvo a lo largo del día con los jefes de redacción y pregunta. A él se lo ve desganado, apagado, pero así y todo, entre silencios y pausas, algo le cuenta. Mientras habla, tiene la sensación, sensación por otra parte recurrente en el último tiempo, de que ella lo escucha y lo mira con la distancia y con la cara de quien asiste a una conferencia.
— Qué tengo, por qué me miras así
— Así, cómo
— Así, con esa cara
— Qué cara
— Esa
(Silencio).
(Él habla).
— Te vi en la pescadería
— ¿Cuándo?
— Al mediodía… Tuve que pasar caminando por ahí para ir a encontrarme con Echenauzi. Él no quería que nos reuniéramos en el Diario. Prefería que fuera en algún bar de acá del barrio.
— Estaba comprando unos tentáculos. Tentáculos de calamar. Los quiero hacer mañana a la noche. Con arroz. Como en el viaje. ¿Te acordás? Me parece que es una buena comida para mañana a la noche.
(Silencio)
Ella podría preguntarle por qué, si la vio, no entró o no atinó a hacerle alguna seña, golpearle el vidrio, o algo. Pero en su lugar pregunta otra cosa.
— Qué, ¿no comés más?
— Comería, pero me llené
Si bien trata de no mirarla, de reojo alcanza a detectar cómo ella lo mide, lo estudia, lo repasa como si asistiera al espectáculo de un animal exótico recién hallado, mientras toma su coca cola light. En eso, estirándose para agarrar la soda él tira sin querer su vaso de vino y lo rompe.
Ella se levanta, expeditiva.
— Deja dejá, no es nada, yo me ocupo
— Ojo las manos, podés cortarte
Entonces ella vuelve con un trapo. Para limpiar el líquido derramado se inclina sobre la mesa. Lo mira y repasa la mancha. Repasa la mancha y lo mira. Se le acerca. Lo roza. Le pregunta si no cayó nada en su silla. Le respira cerca. Con la misma voz aniñada que suele usar cuando están en la cama y le pide que lea un poco El destiempo, ahora pide permiso para corroborar. Sin dejar de mirarlo, pasea la mano entre sus piernas, como palpando a ciegas posibles rastros de gotas de vino. Él, que primero pareciera resistirse, luego se deja hacer. Suspira. Se estremece. Hasta que en un momento le toma decididamente el brazo, bruscamente, y la aparta.

De vuelta ella en su lugar a la mesa.
— ¿Te pasa algo?
(Él niega con la cabeza)
— Para mí que en el diario comiste algo que te cayó mal.
(Y sigue).
— No sé si es buena idea hacer el arroz mañana. Lo podemos dejar para otro momento. Total, meto los tentáculos en el freezer y listo
Automáticamente él se levanta y sale disparado hacia el baño, tomándose la boca y el estómago, con el gesto de quien teme no llegar a tiempo.
Ella amaga a levantarse. Amaga a preguntar si necesita algo. Pero no, se queda. 
Puede que para entonces la comida esté fría. Sin embargo, come. Y come. Termina su plato y el plato que él dejó por la mitad. 


Séptimo B

Un domingo de verano me despertó la claridad que se colaba entre los listones de la persiana. A juzgar por la textura de mi garganta, había fumado mucho y no había tomado agua en horas. Traté de incorporarme sin llamar la atención, despegándome las sábanas como quien le quita el envoltorio a un caramelo derretido. Creo que ahí fue cuando me recordé a la madrugada saliendo del bar con la chica hacia su departamento, ese mismo departamento en cuya cama de una plaza ahora ella dormía improvisando mi brazo izquierdo como almohada.
Recuperé la soberanía de mi brazo y emprendí una necesaria excursión al baño. Durante el trayecto, hallé claros indicios de que me encontraba en el típico departamento de una estudiante universitaria proveniente de pueblo: fotos de la fiesta de graduación. Telar Coya procedente de un viaje al norte. Colección completa de rock nacional de la Revista Noticias en el estante de los discos, y El lobo estepario, de Herman Hesse, en el de los libros.
La piba no solo que no tenía buen gusto sino que tampoco tenía tetas. Recuerdo que esa fue la época en la que, tal vez acechado por un castigo divino o por una maldición, a mí, que lo que más me gusta en la vida son los pechos de las mujeres, me tocaban unas tras otras mujeres sin muy buenas tetas. Me terminaba involucrando de una u otra manera con personas de pechos pequeños, o medianos pero blandos y triangulares, o grandes pero caídos. A medida que mi ansiedad aumentaba, la cantidad y la calidad de las tetas de mis ocasionales mujeres disminuía.
De manera que entre el calor, el hecho de tener que dormir de a dos en una cama chica, la onda del departamento y el mambo ese, cuando volví del baño fue que me pregunté: ¿qué hago yo acá?
Me vestí, agarré mis cosas y con desplazamientos de pantera rosa me di a la fuga. En el camino tuve que encontrar las llaves del departamento y rogarle silencio a un gato que me maullaba como un energúmeno, echado arriba de un puf, seguramente decidido a despertar a su dueña y arruinarlo todo, histérico y maricón como buen gato de departamento.
Fui incrustando las llaves del manojo que encontré una por una en la puerta hasta dar con la correcta. Las dejé puestas, salí y me entregué a la búsqueda del ascensor más cercano. Apreté el botón de la planta baja y de paso me enteré que el piso de la chica era el séptimo. Enfilé hacia la puerta de calle y corroboré lo que tanto temía: la puerta estaba cerrada. No me quedó otra que sentarme en un escaloncito del palier a esperar la entrada o la salida de algún noble residente que me franqueara la huida.

Pasaba el tiempo, pasaba hasta perder la cuenta y no entraba ni salía nadie.
A mí lo que me atormentaba era la posibilidad de una escena: ella bajando a comprar cigarrillos y encontrándome ahí sentado. Aunque a decir verdad tampoco estaba seguro de que fumara.
La puerta del edificio era vidriada y me puse a mirar el domingo. Humanos con bolsas de supermercado, humanos paseando el perro, con el diario recién comprado, vestidos con ropa de hacer footing, humanos yendo a almorzar a lo de la madre, humanos en autos…
Así estuve un buen rato hasta que en algún momento entró un señor mayor que, con la más conmovedora de las inocencias y los movimientos más parsimoniosos del mundo, sosteniendo la puerta con tembleque, me sirvió en bandeja un ¿te dejo abierto, pibe?
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Marqué el número siete en el ascensor. Desandé el camino con la misma delicadeza que a la ida. Pasé frente al gato, que me miró, lo miré, nos miramos, le mantuve la mirada sostenida: sabía que el gato sabía.
Me saqué la ropa y de a poquito me metí de nuevo en la cama acomodándome en posición fetal. Esta vez no pude evitar que la chica se despertara. ¿Todo bien?, me preguntó ella con dos rayitas como ojos y la voz pastosa. Sí, todo bien, fui al baño, le contesté y le propuse seguir durmiendo un rato más.

Horas más tarde debatíamos sobre las cualidades de los fideos tirabuzón comparados con los mostacholes entre las góndolas del chino de enfrente.  


Destiempo

Está todo bien con vos pero nos encontramos a destiempo, dice ella a modo de explicación. Y él, que cuando debería haber sido un niño fue adulto, que cuando tiene que ser adulto es un niño y que cuando tiene que enternecerse y sentir se pone duro, sabe que esa palabra, destiempo, de algún lado le suena. Y bueno, piensa, es la ley de los perros criados en terrazas. Es el destino de los perros de cemento a los que de tanto respirar terraza se les seca el pecho y después no pueden llorar, porque no hay lugar para llantos en un pecho de perro de cemento.
En todo eso piensa al caer pesada la tarde espesa en la esquina del barrio en la que se junta con los muchachos, que envalentonados por unos porrones que solamente en su imaginación no están calientes hace horas celebran la víspera de un nuevo aniversario. Sí, sí, ya sé que es temprano, pero qué va a ser, este mes es así, todos los días hay algo y nunca te terminás de recuperar, podría decir cualquiera de ellos si otro le hiciera notar que es temprano. La misma esquina en la que alguien de otra banda le pide un trago a alguien de la suya, que dice que no de mala manera, y entonces alguno saca algo que recién minutos más tarde se sabrá es una picana y se planta en actitud amenazante o desafiante, no sabría determinarlo con certeza. ¿Desde cuándo se sale a la calle con picana?, se preguntaría si no fuera porque piensa en ella. Y en ella sigue pensando cuando al rato, estando de campana en la puerta de calle de unos departamentos de pasillo mientras un par de los muchachos arregla con el dealer, cae la policía, levanta todo y se los lleva. 
Y a ella continúa teniéndola en la cabeza cuando tras un par de horas un oficial dice que bueno, muchachos, que por ser hoy una noche especial vayan nomás y pórtense bien. Y entonces, perro suelto, empieza a caminar y siente el estruendo de las bombas y observa el colorido de los fuegos en el cielo, y los fuegos le dan lo mismo pero las bombas le hacen mal, porque por algo es perro. Y ahí es cuando imagina a los bisnietos del inventor de la picana brindando en familia. Y en familia brindando a la hija mayor del ciruja cartonero que haya encontrado en la basura el vestido verde que había comprado para regalarle a ella. E imagina que seguramente en ese mismo momento, en las rutas hacinadas del país una camioneta y un camión se encuentran de frente a destiempo. Y si no es en ese momento seguro será al amanecer. Amanecer en el que, en alguna costanera de alguna ciudad rivereña un pez acaso caiga en la trampa que le tiende un pescador solitario y tras partirse al medio el paladar colgando de eso que creía ser un signo de pregunta muera de seco y ya sin interrogantes al rayo del sol boqueando loza hirviendo, para luego ir a parar a la panza ruidosa de algún perro fiero. 
Pero lo del pez y lo de los perros en todo caso será recién al amanecer. Por ahora él llega a su casa, que no tiene luz, como buena parte de las casas del barrio para esa época, aunque lo mismo le daría si luz tuviera y la llama por teléfono. La llama y primero no se puede comunicar, porque a lo mejor cambió de número o porque es difícil comunicarse en una noche como esa. Pero después sí se puede comunicar y ahí es cuando ella le vuelve a decir, como en cada una de las noches de ese último mes y medio, que no tiene más nada para decirle, que deje de andar pidiendo explicaciones o se verá forzada a llamar a la policía, cosa que no quisiera tener que hacer en medio de una noche tan especial, y que punto, que a veces las personas se cruzan a destiempo y nada más, eso. Y le corta. Y entonces, perro ciego. Ciego, ciego.