miércoles, 5 de marzo de 2025

Crónicas de Gaumont

 

Al cine Gaumont fui mucho durante los últimos quince años. Fui con novias. Pero sobre todo fui solo. Y fui sobre todo mucho durante los tres últimos años. En días de semana, en horarios inverosímiles, al mediodía, a la siesta, en cualquier horario. Y vi muchas películas. Algunas malas, muy malas, enojantes, subestimadoras de la inteligencia del espectador. Pero la mayoría muy lindas. O muy buenas. Como Una muerte silenciosa, Weekend, Culpa Cero, Un pájaro azul, Blondi, Cuando la miro, o El método Tangalanga, entre otras. Otras películas, como por ejemplo aquellas sobre las que alguna vez, en Facebook o Instagram, hice comentarios. Comentarios que, tal cual los escribí en su momento, a continuación comparto.

 

Películas de plata y microcentro

¿Qué preferís?: ¿ir a trabajar a un banco todos los días durante los veinticinco años que te faltan hasta jubilarte, o robarle al banco la misma plata que ganarías en ese tiempo, esconderla, confesar el delito y pasar seis años en la cárcel? Es la pregunta que plantea Los delincuentes, bella y graciosa película que vi hace poco, de la cual Cambio Cambio, historia de un chico del interior que ingresa al mundo de los arbolitos y las cuevas en el microcentro porteño, sería su anverso complementario. Si lo que busca el protagonista de Los delincuentes es desertar (del trabajo fijo, de la vida urbana, del alquiler), lo que anhela el protagonista de Cambio Cambio es “pegarla” y progresar (en principio, para comprarse un teclado mejor o buscar a la novia en taxi), sin todavía ver que, en ese universo, ni siquiera los dueños del negocio salen nunca de la prisión del cálculo y la esclavitud de pasarse las horas contando billetes.

Si bien también se dedica a ser “arbolito”, otro es el cantar de Richard, el personaje protagónico de Tiempo de pagar. Su foco no está puesto en acumular dinero para, en un futuro, ya sea a través de la deserción o del progreso, irse del lugar en el que está. No. Lo que lo moviliza a Ricky, en términos pulsionales, es la posibilidad de perder: es un adicto a la adrenalina de, hasta último momento, no saber si esta vez va a poder pagarle a horario al cuevero de turno lo que le debe, o si la chica de ocasión con la que sale lo va a volver perdonar, o si el colega al que le robó para poder seguir estando a punto de perder, cuando lo corra por la calle, lo va a alcanzar. Mujer, financista o conocido (no tiene amigos), lo mismo da: los demás son tan sólo medios para endeudarse subjetivamente y gozar. En ese sentido, un hallazgo de la película es cómo está mostrada, con una notable economía de recursos (un hombre y un teléfono), la subjetividad timbera-conectiva-financiera de nuestra época: las operaciones que hace Richard en la pantalla del celular para matchear en Tínder, en nada distan de las que hace hoy cualquier persona para invertir dinero en una billetera virtual o para apostar en un casino online.  


Puan

Fui a ver Puan. No fue lo que esperaba, por suerte. Creí que me iba encontrar con una tematización “crítica” del universo institucional en cuestión, a lo El estudiante de Santiago Mitre; o con una sátira de campos culturales, a lo Cohn y Duprat (esas parodias del mundo del arte, el cine o la intelectualidad que hasta hace no mucho me enloquecían de diversión y hoy más bien me aburren). Pero no. No va por ahí. Y tampoco termina yendo por el lado de la comedia de antagonistas: Marcelo, profesor de cabotaje opaco y sacrificado, natural candidato a quedarse con la cátedra de Filosofía Política cuando el titular, su mentor, sorpresivamente muere después de veinte años a cargo; VS Rafael, el profesor moderno, seductor, exitoso y viajado, que recién regresado de Alemania, oportunismos mediante, se le presenta como una amenaza…

No. La película es ante todo la historia del protagonista (el mencionado Marcelo, que además de ser docente en la universidad se gana la vida yendo a dar clases como monotributista a un barrio periférico en el marco de un programa del estado; o yendo a darle clases particulares a una señora adinerada, siempre a las corridas, descuidado, combinando transportes urbanos…). Y es la suya una historia tierna: la de quien va descubriendo, muy muy de a poco -junto a los filósofos de los que habla en las aulas, no sin dejarse conmover, después de dos décadas bajo un ala protectora- de qué melancolías y de qué preguntas todavía no hechas está hecha esa cosa tranquilizadora, que nos da un lugar en el mundo (como ser profesor en Puan), y a la que, a falta de nombre mejor, solemos llamar, “identidad propia”.

 

1985

Fui a ver 1985. No me voy a referir a la película (por cierto, la que más me gustó del director) sino a lo arduo que se ha vuelto coexistir con otros, a oscuras, quietos, sentados y en silencio. Un concierto de chistidos cruzados (SHHH... SHHH) acompañó buena parte de la proyección, siendo a veces incluso objetados con un “Bueno che, ¿al final no se puede hacer nada?, ¡qué exagerados!”. Acostumbrados a que las cosas empiecen cuando uno les da play y no con un horario, Darín ya comenzaba a reclutar a sus colaboradores y había personas que todavía seguían entrando a la función. Las linternas de las acomodadoras laceraban entonces la visión y eso redundaba en quejas (“¡Las linternas!”), que a su vez ellas cortaban en seco con un “¿Qué querés que le haga? Si no te gusta andá y quéjate en la boletería”. Por último, el desfile incesante de espectadores saliendo y volviendo del baño; llamativo, siendo que el film no dura las 14 horas de La Flor sino apenas 2 y 20. La experiencia de ver cine, en fin, que se caracterizó por ser pública y colectiva, plataformas mediante se fue convirtiendo en algo cada vez más privado e individual (a contramano de la lectura de literatura, que surgió íntima y visual, y hoy tal vez sólo sobreviva yendo a escuchar a alguien leer en un bar o en un teatro) … Sin embargo, hubo en la sala momentos de mancomunión entre las almas: dos de risa cerrada y el del aplauso espontáneo que siguió al alegato del Fiscal Strassera. Micromomentos únicos en los que la atomización cedió y todos parecimos estar de acuerdo.

 

Los paranoicos

2008 fue para mí un año de acontecimientos varios. En materia de cine local, se estrenaron dos películas que me impactaron profundamente; ​Los paranoicos de Gabriel Medina e Historias extraordinarias de Mariano Llinás. Hace poco volví a ver Los Paranoicos.

La historia es conocida: Luciano Gauna es un manojo de timidez, hipocondría, tics, rigidez lumbar y rumiación obsesiva, que pareciera vivir por debajo de sus posibilidades, “desaprovechando” las oportunidades de mejora que le presenta la vida (cena con una bella mujer, una jugosa oferta laboral, el contacto con un importante productor para llevarle el guion de una película que nunca termina…); o que le presenta Manuel, mejor dicho, el amigo líder de la adolescencia, el exitoso del grupo, el que lo apuntala y aprecia en la misma medida en que lo humilla y bullynea. Pero algo empieza a cambiar para Gauna, cuando Manuel, a quien le surge un viaje, le pide que aloje y cuide a su novia, que no está bien y se la pasa medicada, Sofía.   

En Primer Plano, un ciclo que se emitía en aquel tiempo por I-SAT, el presentador, Alan Pauls, dio en la clave cuando en su reseña repuso la pregunta-hallazgo que acaso plantea la película: “… ¿Y si eso que llamamos taras, fueran en realidad las estrategias, los métodos ridículos, extravagantes o lunáticos, con que los otros se las ingenian siempre para hacer, exactamente, lo que tienen ganas de hacer…?”

Mi brindis de inicio de año entonces, por todo el variopinto universo de “tarados”, tullidos, sintomáticos y torpes sociales que, a su aparatosa manera, en un mundo que aplana la falla, logran sostener una existencia singular.