Al cine Gaumont fui mucho durante los últimos quince años. Fui con novias. Pero sobre todo fui solo. Y fui sobre todo mucho durante los tres últimos años. En días de semana, en horarios inverosímiles, al mediodía, a la siesta, en cualquier horario. Y vi muchas películas. Algunas malas, muy malas, enojantes, subestimadoras de la inteligencia del espectador. Pero la mayoría muy lindas. O muy buenas. Como Una muerte silenciosa, Weekend, Culpa Cero, Un pájaro azul, Blondi, Cuando la miro, o El método Tangalanga, entre otras. Otras películas, como por ejemplo aquellas sobre las que alguna vez, en Facebook o Instagram, hice comentarios. Comentarios que, tal cual los escribí en su momento, a continuación comparto.
Películas
de plata y microcentro
¿Qué
preferís?: ¿ir a trabajar a un banco todos los días durante los veinticinco
años que te faltan hasta jubilarte, o robarle al banco la misma plata que
ganarías en ese tiempo, esconderla, confesar el delito y pasar seis años en la
cárcel? Es la pregunta que plantea Los delincuentes, bella y graciosa
película que vi hace poco, de la cual Cambio Cambio, historia de un chico
del interior que ingresa al mundo de los arbolitos y las cuevas en el
microcentro porteño, sería su anverso complementario. Si lo que busca el
protagonista de Los delincuentes es desertar (del trabajo fijo, de la
vida urbana, del alquiler), lo que anhela el protagonista de Cambio Cambio
es “pegarla” y progresar (en principio, para comprarse un teclado mejor o
buscar a la novia en taxi), sin todavía ver que, en ese universo, ni siquiera
los dueños del negocio salen nunca de la prisión del cálculo y la esclavitud de
pasarse las horas contando billetes.
Si bien también se dedica a ser “arbolito”, otro es el cantar de Richard, el personaje protagónico de Tiempo de pagar. Su foco no está puesto en acumular dinero para, en un futuro, ya sea a través de la deserción o del progreso, irse del lugar en el que está. No. Lo que lo moviliza a Ricky, en términos pulsionales, es la posibilidad de perder: es un adicto a la adrenalina de, hasta último momento, no saber si esta vez va a poder pagarle a horario al cuevero de turno lo que le debe, o si la chica de ocasión con la que sale lo va a volver perdonar, o si el colega al que le robó para poder seguir estando a punto de perder, cuando lo corra por la calle, lo va a alcanzar. Mujer, financista o conocido (no tiene amigos), lo mismo da: los demás son tan sólo medios para endeudarse subjetivamente y gozar. En ese sentido, un hallazgo de la película es cómo está mostrada, con una notable economía de recursos (un hombre y un teléfono), la subjetividad timbera-conectiva-financiera de nuestra época: las operaciones que hace Richard en la pantalla del celular para matchear en Tínder, en nada distan de las que hace hoy cualquier persona para invertir dinero en una billetera virtual o para apostar en un casino online.
Puan
Fui a ver Puan. No fue lo que esperaba,
por suerte. Creí que me iba encontrar con una tematización “crítica” del
universo institucional en cuestión, a lo El estudiante de Santiago
Mitre; o con una sátira de campos culturales, a lo Cohn y Duprat (esas parodias
del mundo del arte, el cine o la intelectualidad que hasta hace no mucho me
enloquecían de diversión y hoy más bien me aburren). Pero no. No va por ahí. Y
tampoco termina yendo por el lado de la comedia de antagonistas: Marcelo,
profesor de cabotaje opaco y sacrificado, natural candidato a quedarse con la
cátedra de Filosofía Política cuando el titular, su mentor, sorpresivamente
muere después de veinte años a cargo; VS Rafael, el profesor moderno, seductor,
exitoso y viajado, que recién regresado de Alemania, oportunismos mediante, se
le presenta como una amenaza…
No. La película es ante todo la historia
del protagonista (el mencionado Marcelo, que además de ser docente en la
universidad se gana la vida yendo a dar clases como monotributista a un barrio
periférico en el marco de un programa del estado; o yendo a darle clases
particulares a una señora adinerada, siempre a las corridas, descuidado,
combinando transportes urbanos…). Y es la suya una historia tierna: la de quien
va descubriendo, muy muy de a poco -junto a los filósofos de los que habla en
las aulas, no sin dejarse conmover, después de dos décadas bajo un ala
protectora- de qué melancolías y de qué preguntas todavía no hechas está hecha
esa cosa tranquilizadora, que nos da un lugar en el mundo (como ser profesor en
Puan), y a la que, a falta de nombre mejor, solemos llamar, “identidad propia”.
1985
Fui a ver 1985. No me voy a referir a la
película (por cierto, la que más me gustó del director) sino a lo arduo que se
ha vuelto coexistir con otros, a oscuras, quietos, sentados y en silencio. Un
concierto de chistidos cruzados (SHHH... SHHH) acompañó buena parte de la
proyección, siendo a veces incluso objetados con un “Bueno che, ¿al final no se
puede hacer nada?, ¡qué exagerados!”. Acostumbrados a que las cosas empiecen
cuando uno les da play y no con un horario, Darín ya comenzaba a reclutar a sus
colaboradores y había personas que todavía seguían entrando a la función. Las
linternas de las acomodadoras laceraban entonces la visión y eso redundaba en
quejas (“¡Las linternas!”), que a su vez ellas cortaban en seco con un “¿Qué
querés que le haga? Si no te gusta andá y quéjate en la boletería”. Por último,
el desfile incesante de espectadores saliendo y volviendo del baño; llamativo,
siendo que el film no dura las 14 horas de La Flor sino apenas 2 y 20.
La experiencia de ver cine, en fin, que se caracterizó por ser pública y
colectiva, plataformas mediante se fue convirtiendo en algo cada vez más
privado e individual (a contramano de la lectura de literatura, que surgió
íntima y visual, y hoy tal vez sólo sobreviva yendo a escuchar a alguien leer
en un bar o en un teatro) … Sin embargo, hubo en la sala momentos de
mancomunión entre las almas: dos de risa cerrada y el del aplauso espontáneo
que siguió al alegato del Fiscal Strassera. Micromomentos únicos en los que la
atomización cedió y todos parecimos estar de acuerdo.
Los paranoicos
2008
fue para mí un año de acontecimientos varios. En materia de cine local, se
estrenaron dos películas que me impactaron profundamente; Los paranoicos de
Gabriel Medina e Historias extraordinarias de Mariano Llinás. Hace poco volví a
ver Los Paranoicos.
La
historia es conocida: Luciano Gauna es un manojo de timidez, hipocondría, tics,
rigidez lumbar y rumiación obsesiva, que pareciera vivir por debajo de sus
posibilidades, “desaprovechando” las oportunidades de mejora que le presenta la
vida (cena con una bella mujer, una jugosa oferta laboral, el contacto con un
importante productor para llevarle el guion de una película que nunca
termina…); o que le presenta Manuel, mejor dicho, el amigo líder de la
adolescencia, el exitoso del grupo, el que lo apuntala y aprecia en la misma
medida en que lo humilla y bullynea. Pero algo empieza a cambiar para Gauna,
cuando Manuel, a quien le surge un viaje, le pide que aloje y cuide a su novia,
que no está bien y se la pasa medicada, Sofía.
En
Primer Plano, un ciclo que se emitía en aquel tiempo por I-SAT, el presentador,
Alan Pauls, dio en la clave cuando en su reseña repuso la pregunta-hallazgo que
acaso plantea la película: “… ¿Y si eso que llamamos taras, fueran en realidad
las estrategias, los métodos ridículos, extravagantes o lunáticos, con que los
otros se las ingenian siempre para hacer, exactamente, lo que tienen ganas de
hacer…?”
Mi
brindis de inicio de año entonces, por todo el variopinto universo de
“tarados”, tullidos, sintomáticos y torpes sociales que, a su aparatosa manera,
en un mundo que aplana la falla, logran sostener una existencia singular.