jueves, 10 de febrero de 2022

Testearse el Yo y otras columnas en Lobo (#CDD7)

 

Alguna vez un cumpleañero o cumpleañera se va animar a postear en facebook: “Gracias a todos por los saludos. La verdad es que no la pasé para nada bien. El día se me hizo interminable y me aburrí. Pero gracias igual”. ¿Qué tan feliz puede llegar a ser algo si presupone tener que acreditarlo? Por lo general tenemos una imagen de la obediencia que es asimétrica y vertical. Hay alguien arriba que nos manda, inculca, baja línea o nos viene a adoctrinar. Una jefa, un político, el profesor, un padre, una madre, el cura, el superior, un creativo publicitario o el dueño de un medio de comunicación. ¿Y si la obediencia funcionara también de un modo horizontal, desde abajo?

Con sus dispositivos especiales (la indignación, la sobre-interpretación calificada, el repudio, la corrección bien pensante, la cancelación), los ambientes autopercibidamente más avanzados de la cultura y la política se van volviendo un foco de moralización. Varones y mujeres, pares obedientes a lo que se puede, a todo lo que está bien, en un fuego cruzado de vigilancia entre nosotros. Ir a la presentación de un libro, a la inauguración de un evento, o a un asado en la terraza de un ph porteño “politizado” es participar de esa gran supervisión colectiva urdida de preguntas (en qué estás trabajando, qué estás investigando, qué tal las vacaciones, qué proyecto vas a presentar, qué terapia estás haciendo, qué estás escribiendo, cómo estás cocinando), acaso hechas para testearse y medirse el yo más que por un interés genuino en los otros.

Siempre me acuerdo que cuando la gendarmería desapareció a Santiago Maldonado se armó una cadena en la que cada usuario contaba quién era, dónde estaba, qué estaba haciendo y, como remate, se preguntaba dónde estaba Santiago. Lo llamativo, si recordamos la secuencia, fue que la pregunta nos sorprendió a todos haciendo cosas bien interesantes. “Soy… estoy en mi casa leyendo una novela… terminando un artículo para publicar… mirando el atardecer desde el balcón… jugando con mi pequeña hija… acariciando a mi gato… y me pregunto ¿dónde está…?”. Curiosamente nadie estaba solo, o deprimido, o mirando porno. Postear lo correcto, acreditar felicidad, reforzar identidad. Obedecer hasta para hablar y participar de las causas más nobles.


Repudiar, adherir, bancar


“Yo no lo voté”. “Yo defiendo la universidad pública”. “Yo repudio el golpe en Bolivia”. ¿Qué automatismo emisor es ese que hace que, para hablar de cualquier cosa, incluso de asuntos que sinceramente nos interpelan, tengamos que hablar de nosotros mismos, en primera persona? Son hashtags, frases, leyendas que no casualmente suelen aparecer sobreimpresas en las fotos de perfil. Qué es un perfil en redes: es el diseño de una imagen propia, previa a la experiencia, capaz de soportar las sucesivas consignas de ocasión y a la vez mantenerse inmutable en el tiempo. La misma foto para distintos temas. Van pasando los hechos y las buenas intenciones, permanece el yo.

La tematización, justamente. Ese es uno de los problemas. Nuestro perfil no ve una situación, ve tópicos coyunturales a los que adherir o rechazar, a los que bancar o repudiar, ocupado en acreditarse como alguien comprometido con la realidad. En la virtualidad nunca escapamos del caramelo de la gratificación y el perfilismo anhela entonces la corroboración: que quede claro de qué lado estamos, que la vimos venir antes, que teníamos razón. Otro problema es que adherir supone superficies lisas. Un papel adhesivo por ejemplo. Ante la más mínima rugosidad de la materia ya deja de pegar. Bancamos siempre y cuando no haya contradicciones.

Por lo general tenemos una relación muy imaginaria con lo que queremos y con quienes creemos ser. El deseo y la identidad asumidos como puntos de partida, no como horizonte retroactivo. Alcanza con stalkear auto-descripciones y bios en los perfiles de distintas aplicaciones. ¿Cómo vamos a conocer a alguien, a pensar algo, o a poder encontrarnos con tantos umbrales personales de certeza? La personalización, un celo puesto en la coherencia interna. El suelo tranquilizador que nos preserva del afuera barroso. La experiencia es lo contrario. Es la capacidad de estar en lo vivido. Menos un conjunto de saberes y antigüedades que un índice de presencia. 


Saber lo que se quiere


Mi abuela, como otros viejes de su generación, decía “sabe” en vez de “suele”. Fulano de tal “sabe ir al café todas las tardes”, por ejemplo. No está nada mal, si se tiene en cuenta que en definitiva son las prácticas concretas las que engendran un saber. Mucha de la neura urbana actual tiene que ver con esto. Obligados a tener deseos, es habitual que nos frustremos por no saber lo que queremos. Como si eso fuera posible desde una proyección en el aire. Como si el querer fuese la imagen diseñable de algo a suceder y no el efecto retroactivo de las cosas que ya hacemos. Se quiere (o no) lo que se “sabe”. 

Ese imperativo enroscante es carne para los algoritmos, la investigación de mercado y el oraculismo. El algoritmo (robot patriarcal si los hay, en tanto se arroga el poder de decirnos a quién ver y qué no…), al igual que el mercado a través de sus mediciones, pretende saber de uno más que uno mismo. Mientras que los oráculos de moda, en sus versiones futurológicas predictoras tristes (contrarias a las que practican varios amigues), nos dejan en una posición pasiva de espera adivinadora.  

En este coctel de des-presentificación (Jodorowsky afirma que quienes consultan, por caso el tarot, lo que en el fondo necesitan conocer es su presente, no su futuro), cabría otro tipo de investigación. Una variante que nada tenga que ver con el marketing, ni con las ciencias sociales, ni con el periodismo, por nombrar a tres de las tipologías ofrecidas en carreras y facultades: a falta de mejor nombre, la auto-investigación. Acaso la única que podamos enseñar aquellos que trabajamos como profesores.

Se trataría de una disposición a la experiencia (entendida menos como un curtirse acumulador de antigüedad que como un modo de estar en las cosas, un índice de presencia), que no pasaría por “mirar adentro” para encontrarse con el “verdadero yo” y así descubrir qué “quiero ser”, sino por mirar afuera para reponer la trama de relaciones de lo que está siendo a través nuestro ahora e inferir saber. A partir de ahí. Del mapa de las afecciones. Una ética cartógrafa, tal vez lo más útil que podamos aportar a nuestros estudiantes en clase cuando la crisis estructural desacredita promesas de ascenso social.