En Regreso a Reims, el padre de Didier Eribon muere y entonces él, que vive en París, desentendido de sus hermanos y hasta de la existencia de sus sobrinos, después de décadas sin hacerlo, vuelve a su ciudad. Un día, revisando fotos con la madre en la cocina de la casa familiar, empieza a preguntarse por qué. ¿Por qué nunca ha vuelto desde que se fue? Así es que se pone a escribir y descubre esto: cuando vivía en Reims ocultaba su homosexualidad e irse de ahí era la posibilidad de liberarse, inventarse una propia vida lejos, de paso más próxima a sus nacientes inquietudes culturales; pero, una vez instalado en la gran capital, se dio cuenta que comenzó a reemplazar un ocultamiento por otro y terminó escondiendo otra cosa: su clase social. Si en el ambiente obrero natal borraba todas aquellas marcas estéticas, indumentarias o de habla que develaran su condición gay, ante los sofisticados interlocutores parisinos se dedicaba a domesticar aquel conjunto de huellas que dejaran al descubierto su proveniencia proletaria.
Accede entonces Eribon, en este punto de la reflexión, a dos
categorías, vergüenza social y vergüenza sexual. Su libro me interpeló bastante
porque tengo la intuición de haber estado armando buena parte de mis decisiones
biográficas en función de una sensación parecida: la vergüenza familiar. No se
trataba de que mi familia me avergonzara ni de que yo avergonzara a los
integrantes de mi familia. Pasaba por otro lado. Tenía que ver con la escena
que se formaba cuando estábamos todos juntos y con la imagen que yo sentía que
esa escena transmitía a la mirada de terceros ocasionales. Algo se haría
evidente, se notaría mucho y yo no podía permitirlo. Había que evitarlo yéndose
a una gran metrópolis hasta perderse. Había que hacerse intelectual, o
escritor, tener siempre a mano excusas trascendentes, coartadas para el
desapego, la distancia y el desentendimiento. Nadie debía advertir que en esa
estructura yo era… el hijo.
¿Y por qué eso sería un problema?, podría uno plantearse,
¿qué tendría de malo? O mejor dicho, ¿leído desde dónde era algo malo “ser
hijo”? Son preguntas que recién me pude hacer cuando elaboré que esa verguenza
sólo podía enunciarse desde las masculinidades que nos constituyen, para las
cuales la futbolera, por ejemplo, desde muy chicos nos entrena. Ser chiquito,
depender, no disponer, no acceder, perder… son afrentas tanto para el mundo de
la hombría como para el de los hinchas, lugares humillantes, cosas de hijo.
Igual que ser frágil, entendido como sentir miedo o como no poder con todo
aquello que se supone que se debería poder. Podría haberme dedicado a explorar
esa fragilidad, abrir incluso una zona de sensibilidad alrededor y llevarla a
un extremo, utilizarla por ejemplo como recurso para desplegar la creatividad.
O para los vínculos afectivos, habitándolos con un tono más orgánico y honesto.
Sin embargo, me aprendí a endurecer. Me encapsulé. La vida académica primero y
los intentos de literatura después fueron las formas del anesteciamiento, los
modos del endurecimiento que encontré.
[...]
Se puede
llegar a los temas de investigación por tres vías. Por criterios de vacancia
teórica, por criterios fácticos de familiaridad y cercanía o por
pregunta-problema. Pero si este último fuera el caso, ¿cualquier pregunta es
una pregunta-problema? ¿Cómo nos damos cuenta? Testeo posible: si la pregunta
no presupone su respuesta (a lo Marcelo Benedetto), si no se confunde con duda
operativa (a lo tutorial), si no se reduce a pregunta retórica de periodismo
ciudadano (“yo me pregunto, qué nos pasa a los argentinos…”) y si, además de
estos tres indicadores, toca en algún punto algo del universo emocional
deseante propio de quien se la formula, entonces es muy probable que estemos
ante una buena buena. Nótese que el cuarto elemento del testeo pone al objeto
en un nivel que es el de las afecciones corporales. Una afección puede ser un
gusto o puede ser una emoción y ese fue el relato que me armé.
Llegué a este tema porque nada me interesaba más que el
fútbol y llegué por un enojo para con las maneras de cubrirlo y contarlo desde
el periodismo. El tiempo pasó, y hace poco, leyendo a una amiga que investiga
cómo la matriz de formación de futbolistas -entre sacrificiales y de
rendimiento, entre morales y exitistas- moldea los cuerpos de los jóvenes que
migran a la ciudad para probarse y vivir en las pensiones de inferiores de los
clubes, noté algo: que poner el foco sólo en lo que la institución “hace” o
“hace hacer” deja a esos jóvenes en un lugar de infantilización que impide
registrar los saberes -experienciales, vitales, informales- que en su deriva
nómade seguramente fueron acumulando. Saberes que tal vez no fueran tan
distintos a los forjados por mi propia amiga, oriunda ella del interior y a su
modo también con experiencia en desarraigo. Lo que noté, en suma, es que más
allá del caso, por lo general no podemos ver la pauta que conecta -o sea, eso
de nosotros que hay en el objeto con el que decidimos vincularnos- hasta mucho
después. Se produce entonces acá un cambio en el relato.
A los treinta me doctoré. Vivía en Rosario, en un departamento desde el que todavía se podía ver el río. Leía sociología del deporte y etnografías de hinchadas. Ese era mi tema y llevaba la vida académica de un becario. A los treinta y uno aparecí en Buenos Aires. Ya no tenía beca, ni plata, ni rutina ni casa. La manera de llegar no fue la más cuidadosa pero fue la que pude en ese momento. Sentía la necesidad de probar, de hacer otras cosas, buscaba algo. Como el crecimiento económico y la carrera profesional dejaron de ser mi prioridad, no volví a entrar en el sistema de ciencia y técnica, y en el interín de la apuesta llegué a pasarla mal, de a ratos quedé boyando. Fui teniendo un espectro de trabajos de lo más diverso. El mejor, formador a distancia; el peor, encuestador en un supermercado. Después le encontré la vuelta para, aún sin estar en el sistema, capitalizar la inversión realizada y estirar la sobrevida del ser doctor accediendo a puestos con el plus diferencial de la titulación. Pero mientras tanto, como un hincha, tuve que aguantar. Y aguantar. Algún día, me gustaría escribir algo que sea también esa historia. La historia de un corte. El libro de la violencia en el fútbol y el de la arbitraria violencia con la que me dispuse a unos años.
*Fragmentos de "La novela de la violencia en el fútbol" publicados a modo de adelanto en la Revista Sonámbula. Libro completo disponible en https://juansodo.com/libros/