¿Qué tienen en común una reunión de cátedra, la jornada institucional de un colegio, un congreso académico, el plenario de una agrupación o la juntada de un grupo de amigues a quienes no los une la reflexión sobre un hacer compartido sino el pasado? El reforzamiento asfixiante de los lugares en los que cada uno ya estaba. Una inercia aplastante hacia la repetición. Ahí no se va a pensar nada. Las posiciones quedan fijas de antemano. Las decisiones están tomadas. Sin importar mucho las prácticas (puede ser dar clases, coordinar talleres, escribir o investigar), las instituciones y sus agentes parecieran tender cada vez un poco más hacia su propia reproducción. Y así nos vamos burocratizando. El objetivo de la reunión es que se haga la reunión.
Por momentos tengo la sensación de vivir
clandestino. Cuando me postulo en el mercado del amor, las potenciales
compañeras no deben darse cuenta (tan rápido) que mi economía no tiene ninguna
posibilidad de crecimiento ni proyección. En la universidad, ni los estudiantes
ni los otros profesores deben notar que en verdad no sé demasiado sobre las materias,
autores o áreas del conocimiento de las que hablo. Lo que sé, en todo caso, es
componer una situación de aprendizaje con los materiales que hay (textos, tiempos,
personas), producto, no de mis años “de investigación” (los de cuando era
becario doctoral especializado en temas) sino más bien de los “de
auto-investigación”: el período que se abrió cuando me mudé a Buenos Aires y,
al decidir no seguir carrera, quedé boyando en un espectro de rebusques
precarios, que terminó arrojando un mapa de la ciudad, de los trabajos, de los
campos culturales (intelectual, periodístico, literario), del estado, y de todo
eso en mí. Es decir, un saber cartográfico experiencial que a priori ahí no
cabría tanto y que genera la autopercepción del andar disociado.
En el marco de esa especie de closet
mental-laboral, este verano leí Nada que
esperar. Historia de una amistad política, libro de Sebastián Scolnik
publicado en tridente editorial por Cordero editor, Lobo Suelto y Tinta Limón. El
libro, de graciosísimas cuatrocientas páginas, es una autobiografía colectiva
de los noventa y la primera década de los dos mil, escrito, entre otras cosas,
contra: los lenguajes de la política orgánica, sus criterios de eficacia y sus
lógicas transitivas de acumulación; la caricaturización de la autonomía; la
mediatización del pensamiento y la conversación que suponen las asambleas
partidarias, las formas del reportaje periodístico y las ciencias sociales. Son
especialmente bellos los pasajes en los que el Colectivo que integra el autor
se encuentra a elaborar prácticas con otros (como HIJOS, el Frente Amplio de
Uruguay, la comunidad educativa Creciendo Juntos o el MTD Solano), en un
contexto de total desfondamiento, y leemos sobre cómo se fue amasando eso que
entendemos por investigación militante:
“No era una discusión en la que cada quien
quisiera imponerle su perspectiva al otro, ni en que las opiniones previas
guiaran la conversación, sino un encuentro en el que todos dejamos de ser lo que
éramos, al menos por un rato, para permitirnos ser atravesados por un torrente
de problemas y puntos de incertidumbre”. “Nunca en toda nuestra vida política
la atención estuvo en un estado de inocencia tan radical. Como si fuéramos
niños aprendiendo una lengua (…) Pura materialidad del signo, ejercicio máximo del
entendimiento, capacidad de ligar los hechos con las palabras sin ninguna
estructura previa de sentido”. “Pensar era producir afectos y conceptos,
enunciados y proyectos. Porque sólo se puede conocer amando (…) No había objeto
ni exterioridad del conocimiento, sólo intentos de conquistar una virtud en la
que el mundo se nos revelara como invitación y posibilidad concreta de vivir de
otro modo”.
¿Cómo volver a la vida civil después de
toda esa manija?, plantea el final de Nada
que esperar, no sin cierta amargura metódica. Tal vez hoy la pregunta
circule en dirección contraria. ¿Cómo rechazar la vida personal? ¿Cómo pasar de
la amistad social a una ética de la interlocución? ¿Cómo comunicarnos con los
demás a partir de lo material concreto que hacemos y no en base a aquello a lo
que en abstracto adherimos o repudiamos? ¿Cómo sacarle el cuerpo a las cartas
ajenas? Y como siempre, el gran problema: qué instituciones (re)inventar, a la
altura de los saberes informales, de autoconocimiento, vitales que todes tenemos,
capaces de promoverlos y ponerlos en valor, así, porque sí, sin tanto
acuerdismo con nosotros mismos, sin tanta negociación.