Por lo general pasa que me siento a dejar
pasar el tiempo en los bancos de las plazas. Que después entro, y leo, y me quedo
un buen rato en los bares. Que camino, sin demasiado rumbo planificado por los
barrios y las calles de la ciudad. Así suelen ser mis atardeceres. Si alguien
viera la secuencia desde afuera, seguramente no vería a un bohemio, ni a un flaneur
benjaminiano, ni a un errante ético, ni a un infiltrado en misión clandestina.
Tampoco vería a un situacionista en deriva peatonal ni a un romántico: vería,
simplemente, a alguien que está solo y que no tiene que ir a ningún lado.
¿Dónde están todos? Me debo haber hecho
esta pregunta por primera vez a los diez años. Estamos de vacaciones en Brasil.
Madre, padre y mis dos hermanos. A la mañana se va a la playa, se vuelve para
un almuerzo liviano y se hace un segundo turno de mar previa horita de siesta.
Así cada día durante veinte de una rutina perfecta. Una tarde me despierto y enseguida
sé que algo está mal. Doy vuelta el departamento buscando signos de presencia. Entre
el enajenamiento de la somnolencia y la indignación, veo que me dejaron una
llave y que ya son más de las cinco y cuarto.
Esa sensación se repetiría incontables
veces. Recuerdo una del año dos mil once. Me parecía muy raro que nadie
chateara ni escribiera por gmail hasta que descubrí que estaban todos en
facebook. Me pasa cuando vuelvo a Rosario y no me cruzo con ningún conocido por
el centro. O cuando ando de noche, ahora, en esta especie de enero perpetuo en
que se ha convertido Buenos Aires…
Descubro que cuando pierdo una rutina
también pierdo el lenguaje escrito y ganan lugar en el teléfono los mensajes de
audio. Al escucharlos, es notable la cantidad de veces por día que me cambia la
voz. Hay una voz aguda de pecho que va hacia las nubes y una voz grave de
abdomen que apunta a la tierra. La voz, como la de un adolescente, puede
incluso cambiar en un mismo audio. Noto además que las manos se me cierran en
garras, que suben los hombros y los codos se tensan. Duele la cintura, las
plantas de los pies se arquean y pierden agarre a su vez. Entonces llega el
momento: tengo que generar trabajo, mandar correos. La oralidad al aire no me
hace bien.
[Continúa]