Uno:
nuestro desafío es poder seguir un caso, cubrir un hecho o una situación, pero
con las reglas y los tiempos del otoperiodismo.
Hubo un
tiempo en que los Hombres se escuchaban. No mucho, pero se escuchaban. Después
vinieron los llamados de oyentes a la radio, las encuestas de opinión,
facebook, twitter, los coments, la camada de entrevistadores que pretenden
mayor protagonismo que el entrevistado... y entonces ya todos quisieron hablar.
Y así
estuvieron, hasta que un grupo de jóvenes periodistas, con aires renovadores en
la radiofonía y la televisión, acaso concientes de su relevancia en las vidas
de las personas, por qué no un tanto culposos, decidieron comprometerse con un
cambio y comenzar por dar el ejemplo: si hoy el pueblo quiere hablar,
plantearon, seguro es porque durante años y años nos escucharon hablar a
nosotros. A la mañana, a la tarde, a la noche, veinticuatro horas de
escucharnos. Pero eso se terminó, argumentaban en sus discusiones asamblearias:
ellos ya nos escucharon a nosotros; ahora nosotros los escucharemos a ellos.
De esas
reuniones nacería el otoperiodismo, una corriente alternativa al interior de
los medios audiovisuales cuya regla es escuchar y escuchar siempre, sea en el
marco de las tareas de investigación, en las entrevistas o en los relevamientos
de información periodísticas; escuchar, como lo hiciera el malogrado compañero
Ariel Oreja, quien seguramente, nunca pudo imaginar que con el tiempo, viendo
en su defecto una virtud a valorar y en su limitación una bandera a levantar,
los otoperiodistas y sus seis principios básicos terminarían reivindicándolo
como su referente inspirador.
Pero,
¿quién fue esta mítica figura realmente?
Dos:
el sujeto con el que trata el otoperiodismo es un sujeto de boca grande.
Nuestro deber es ponerle a ese sujeto una oreja aún más grande. El
otoperiodismo es la relación entre una boca y una oreja
Nos
situamos en el año 2002, época en la que el defecto de Ariel se torna extremo.
Él no
sabe por qué (si es por pudor, por no
parecer irrespetuoso, porque no se anima o por alguna tara que arrastra de
niño, tal vez originada cuando le daba pena dejar a su papá, borracho lengua
suelta monologando, vomitando sus catarsis de resentido en soledad); lo único
que sabe es que cada vez que alguien le habla él no puede sino dejarlo
terminar.
Sea
quien sea, y en el contexto que fuere, es incapaz de no dejar al otro hablar
hasta el final. Así es que atiende llamados promocionales de bancos, seguros y
empresas de telefonía o internet en los que, por no poder interrumpir, a menudo
termina contratando un servicio que no necesita, igual o hasta peor que el que
ya tiene; que escucha a los testigos de Jehová que le tocan timbre los domingos
a la mañana; al vecino latoso que se cruza en el palier justo cuando está
apurado llegando tarde a algún lado; a la señora solterona que no tiene con
quien descargarse...
En la
vida doméstica vaya y pase, pero en el ámbito laboral esta incapacidad suele
terminar envolviéndolo en embarazosos problemas.
Estas
entrevistas kilométricas no sirven Ariel, se rompe el ritmo, le reprocha cada
dos por tres el productor del programa radial que conduce en una de las
principales emisoras de la ciudad. Si el operador te hace señas, vos, como sea,
tenés que cortar. Cuántas veces te lo tengo que decir Ariel: así se trate del
mismísimo Papa en exclusiva desde el Vaticano, como sea, lo cortas.
Tres:
el otoperiodismo no interrumpe, ni induce, ni pregunta. Y si lo hace, es
solamente debido a su infatigable vocación por escuchar más. El otoperiodismo
sigue la deriva de la escucha hasta sus últimas consecuencias. Y eso es lo que
un otoperiodista entiende por objetividad.
Pero el
universo, que es bueno y sabio siempre compensa, y la particularidad de Ariel,
en el plano de sus relaciones con el sexo opuesto, suele por entonces depararle
tan increíbles como envidiables resultados.
Hartas
de vivir entre personas egoístas, aceleradas y narcisistas, apuradas al punto
de no poder pararse a reparar en nada ni siquiera un segundo, ellas, que más
que nadie en el mundo necesitan atención, a Oreja se le terminan entregando,
una a una, de manera escandalosa en bandeja.
Invariablemente
rendidas a los pies de ese hombre tan atento, termina, a la larga, siendo
acosado por, unas tras otras, casi todas las mujeres que en algún momento -sea
en el ambiente de trabajo, en el cumpleaños de algún amigo, en la calle, en el
supermercado, en el instituto de rehabilitación del padre o en los edificios
vecinos- llegan a conocerlo y frecuentarlo.
Él,
aparte de tarado tímido, desde siempre introvertido, de más chico jamás lo
hubiese esperado. Nunca su hubiera imaginado capaz de generar esos efectos en
ellas.
Llega un
momento en que no da a vasto. En que sin quererlo, incluso sin siquiera buscarlo
se ha fabricado su propio harem.
¿Cómo hacés
Ariel?, decime tu fórmula por favor te lo pido, ¿cuál es tu secreto para
voltearte a todas las minas?, le ruega, le pregunta una noche en la que justo
no tiene ninguna cita, desesperado, uno de sus amigos. No sé, es la respuesta
de un Oreja que al contestar se encoge de hombros, sinceramente incrédulo;
simplemente me quedo callado y cuando me quiero dar cuenta ya estamos desnudos
y encamados.
Cuatro:
el otoperiodismo no es ni lento ni rápido; tiene una temporalidad-otra. El
otoperiodismo encuentra su modelo en los ríos de llanura: cansinos por fuera,
torrentosos por dentro. En apariencia displicentes, pero solamente en
apariencia. El otoperiodismo se deja guiar por la escucha, no por las
apariencias.
Hasta
que una mañana en la que se dirigía a la radio caminando por la vereda impar de
la calle Santa Fe a la altura del Microcentro, justo cuando el éxito arrasador
con las mujeres estaba pasando al olvido los inconvenientes desatados por su
incapacidad en otros planos, en el laboral especialmente, cede una de las
chapas de contención de un edificio en construcción de los tantos que por
entonces proliferan, y ésta, en caída libre sobre su humanidad, con la
fatalidad de lo fortuito, alcanza a rebanarle una oreja.
Es un
escándalo.
Su caso
ocupa los principales titulares de los diarios.
Por lo
inédito del tipo de accidente y por tratarse de una personalidad medianamente
reconocida en la ciudad. Pero sobre todo porque es una catástrofe para él, ya
que los cirujanos no tienen modo de implantar ni de reconstruir la oreja, que
ha quedado destruida en un noventa por ciento.
La
pérdida es irreversible.
Todo
indica la llegada del fin, sin uno de sus órganos secretos.
Es el
peor de los presagios para Ariel.
Cinco:
meandros, islotes, bancos de arena, barrancas, lechos sin dragado, puertos; el
otoperiodismo es como los ríos de llanura, aunque en realidad es como el agua
en general: va adoptando su forma en función del obstáculo que encuentra. Ese
obstáculo es el habla del entrevistado. Pero el obstáculo del otoperiodismo no
se confunde con un obstáculo en el mal sentido.
Sin
embargo no.
No sólo
que el suceso de Ariel con el sexo opuesto se mantiene vivo (empezando por las
enfermeras del hospital con las que se encama estando internado) sino que
además, por alguna milagrosa razón, con una sola oreja mejora sustancialmente
en otros aspectos de su vida para los que antes se veía limitado.
La vida
le sonríe.
No cabe
duda: está en la cresta de la ola.
Todo se
mantiene así por un buen tiempo.
Seis:
un otoperiodista nunca pierde la calma. Perder la calma interfiere en la
armonía de la escucha. El apuro es enemigo del otoperiodista. El budismo es
amigo. Ante todo, un otoperiodista es un perio-budista.
No
obstante, y sin motivo aparente, un día comienza a sentirse mal.
Un día
como cualquier otro, sin que nada preanunciara cambios, Oreja se vuelve una
persona triste.
Anda
unas semanas cabizbajo hasta que directamente se deprime con fuerza.
De modo
abrupto se torna oscuro y ermitaño.
Pierde
todo interés en todo, empezando por escuchar a las mujeres.
Con las
personas que se cruza, se vuelve descortés.
Deja de
atender el teléfono.
Su
oscuridad se hace creciente. Llega un punto en que ni siquiera sale de la casa;
ni al supermercado, ni al palier, ni a los cumpleaños de amigos ni a visitar al
padre internado ni a ninguna otra parte.
Amaga
renunciar a la radio pero, entre el productor y sus compañeros, que después de
todos esos años compartidos tanto lo aprecian, terminan convenciéndolo para que
siga, creyendo y esperando que el trabajo signifique un sostén anímico para
repuntar y volver a ser el Oreja de siempre.
Ese
momento nunca llega.
Por el
contrario, debido a sus indisimulables distracciones, la Producción, con todo
el dolor del caso, se ve obligada a relevarlo de la conducción del programa y
pasarlo a una tarea en la que se encuentre menos expuesto.
Nadie
entiende lo que pasa y en la rara ocasión en que accede a ensayar respuesta
ante el mismo amigo que antes le preguntaba por su secreto sexual se manifiesta
balbuceante, dubitativo, imposibilitado de identificar la causa de su repentino
bajón.
Lo único
que tiene claro es que se siente solo. Solo como nunca antes se había sentido.
Ni siquiera cuando niño. Que se siente solo y que acaso él también necesite ser
escuchado. Escuchado, eso es. Que él no es sólo una oreja.
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Un amanecer
de marzo del 2007, después de una noche en que le había tocado la guardia en el
informativo de la Radio, uno de los empleados de mantenimiento lo encuentra
sentado en el piso del baño, contra la pared de azulejos, susurrante,
desvariando, con la cabeza y el cuerpo enteros bañados en sangre.
Sobre la
pileta alcanza a ver una trincheta, de esas de uso escolar, toda embardunada.
Posteriormente, alertados del hecho, los médicos de la policía se apersonan en
el lugar y descubren que en una de sus manos Ariel sostenía su oreja.
Que
sostenía su propia oreja y se empeñaba en hablarle.