sábado, 22 de junio de 2013

Ariel Oreja, historia de un baluarte


Uno: nuestro desafío es poder seguir un caso, cubrir un hecho o una situación, pero con las reglas y los tiempos del otoperiodismo.

Hubo un tiempo en que los Hombres se escuchaban. No mucho, pero se escuchaban. Después vinieron los llamados de oyentes a la radio, las encuestas de opinión, facebook, twitter, los coments, la camada de entrevistadores que pretenden mayor protagonismo que el entrevistado... y entonces ya todos quisieron hablar.

Y así estuvieron, hasta que un grupo de jóvenes periodistas, con aires renovadores en la radiofonía y la televisión, acaso concientes de su relevancia en las vidas de las personas, por qué no un tanto culposos, decidieron comprometerse con un cambio y comenzar por dar el ejemplo: si hoy el pueblo quiere hablar, plantearon, seguro es porque durante años y años nos escucharon hablar a nosotros. A la mañana, a la tarde, a la noche, veinticuatro horas de escucharnos. Pero eso se terminó, argumentaban en sus discusiones asamblearias: ellos ya nos escucharon a nosotros; ahora nosotros los escucharemos a ellos.
De esas reuniones nacería el otoperiodismo, una corriente alternativa al interior de los medios audiovisuales cuya regla es escuchar y escuchar siempre, sea en el marco de las tareas de investigación, en las entrevistas o en los relevamientos de información periodísticas; escuchar, como lo hiciera el malogrado compañero Ariel Oreja, quien seguramente, nunca pudo imaginar que con el tiempo, viendo en su defecto una virtud a valorar y en su limitación una bandera a levantar, los otoperiodistas y sus seis principios básicos terminarían reivindicándolo como su referente inspirador.
Pero, ¿quién fue esta mítica figura realmente?

Dos: el sujeto con el que trata el otoperiodismo es un sujeto de boca grande. Nuestro deber es ponerle a ese sujeto una oreja aún más grande. El otoperiodismo es la relación entre una boca y una oreja

Nos situamos en el año 2002, época en la que el defecto de Ariel se torna extremo.
Él no sabe por qué  (si es por pudor, por no parecer irrespetuoso, porque no se anima o por alguna tara que arrastra de niño, tal vez originada cuando le daba pena dejar a su papá, borracho lengua suelta monologando, vomitando sus catarsis de resentido en soledad); lo único que sabe es que cada vez que alguien le habla él no puede sino dejarlo terminar.
Sea quien sea, y en el contexto que fuere, es incapaz de no dejar al otro hablar hasta el final. Así es que atiende llamados promocionales de bancos, seguros y empresas de telefonía o internet en los que, por no poder interrumpir, a menudo termina contratando un servicio que no necesita, igual o hasta peor que el que ya tiene; que escucha a los testigos de Jehová que le tocan timbre los domingos a la mañana; al vecino latoso que se cruza en el palier justo cuando está apurado llegando tarde a algún lado; a la señora solterona que no tiene con quien descargarse... 
En la vida doméstica vaya y pase, pero en el ámbito laboral esta incapacidad suele terminar envolviéndolo en embarazosos problemas.
Estas entrevistas kilométricas no sirven Ariel, se rompe el ritmo, le reprocha cada dos por tres el productor del programa radial que conduce en una de las principales emisoras de la ciudad. Si el operador te hace señas, vos, como sea, tenés que cortar. Cuántas veces te lo tengo que decir Ariel: así se trate del mismísimo Papa en exclusiva desde el Vaticano, como sea, lo cortas.

Tres: el otoperiodismo no interrumpe, ni induce, ni pregunta. Y si lo hace, es solamente debido a su infatigable vocación por escuchar más. El otoperiodismo sigue la deriva de la escucha hasta sus últimas consecuencias. Y eso es lo que un otoperiodista entiende por objetividad.

Pero el universo, que es bueno y sabio siempre compensa, y la particularidad de Ariel, en el plano de sus relaciones con el sexo opuesto, suele por entonces depararle tan increíbles como envidiables resultados.
Hartas de vivir entre personas egoístas, aceleradas y narcisistas, apuradas al punto de no poder pararse a reparar en nada ni siquiera un segundo, ellas, que más que nadie en el mundo necesitan atención, a Oreja se le terminan entregando, una a una, de manera escandalosa en bandeja.
Invariablemente rendidas a los pies de ese hombre tan atento, termina, a la larga, siendo acosado por, unas tras otras, casi todas las mujeres que en algún momento -sea en el ambiente de trabajo, en el cumpleaños de algún amigo, en la calle, en el supermercado, en el instituto de rehabilitación del padre o en los edificios vecinos- llegan a conocerlo y frecuentarlo.
Él, aparte de tarado tímido, desde siempre introvertido, de más chico jamás lo hubiese esperado. Nunca su hubiera imaginado capaz de generar esos efectos en ellas.
Llega un momento en que no da a vasto. En que sin quererlo, incluso sin siquiera buscarlo se ha fabricado su propio harem.
¿Cómo hacés Ariel?, decime tu fórmula por favor te lo pido, ¿cuál es tu secreto para voltearte a todas las minas?, le ruega, le pregunta una noche en la que justo no tiene ninguna cita, desesperado, uno de sus amigos. No sé, es la respuesta de un Oreja que al contestar se encoge de hombros, sinceramente incrédulo; simplemente me quedo callado y cuando me quiero dar cuenta ya estamos desnudos y encamados.

Cuatro: el otoperiodismo no es ni lento ni rápido; tiene una temporalidad-otra. El otoperiodismo encuentra su modelo en los ríos de llanura: cansinos por fuera, torrentosos por dentro. En apariencia displicentes, pero solamente en apariencia. El otoperiodismo se deja guiar por la escucha, no por las apariencias.

Hasta que una mañana en la que se dirigía a la radio caminando por la vereda impar de la calle Santa Fe a la altura del Microcentro, justo cuando el éxito arrasador con las mujeres estaba pasando al olvido los inconvenientes desatados por su incapacidad en otros planos, en el laboral especialmente, cede una de las chapas de contención de un edificio en construcción de los tantos que por entonces proliferan, y ésta, en caída libre sobre su humanidad, con la fatalidad de lo fortuito, alcanza a rebanarle una oreja.
Es un escándalo.
Su caso ocupa los principales titulares de los diarios.
Por lo inédito del tipo de accidente y por tratarse de una personalidad medianamente reconocida en la ciudad. Pero sobre todo porque es una catástrofe para él, ya que los cirujanos no tienen modo de implantar ni de reconstruir la oreja, que ha quedado destruida en un noventa por ciento.
La pérdida es irreversible.
Todo indica la llegada del fin, sin uno de sus órganos secretos.
Es el peor de los presagios para Ariel.

Cinco: meandros, islotes, bancos de arena, barrancas, lechos sin dragado, puertos; el otoperiodismo es como los ríos de llanura, aunque en realidad es como el agua en general: va adoptando su forma en función del obstáculo que encuentra. Ese obstáculo es el habla del entrevistado. Pero el obstáculo del otoperiodismo no se confunde con un obstáculo en el mal sentido.

Sin embargo no.
No sólo que el suceso de Ariel con el sexo opuesto se mantiene vivo (empezando por las enfermeras del hospital con las que se encama estando internado) sino que además, por alguna milagrosa razón, con una sola oreja mejora sustancialmente en otros aspectos de su vida para los que antes se veía limitado.
La vida le sonríe.
No cabe duda: está en la cresta de la ola.
Todo se mantiene así por un buen tiempo.

Seis: un otoperiodista nunca pierde la calma. Perder la calma interfiere en la armonía de la escucha. El apuro es enemigo del otoperiodista. El budismo es amigo. Ante todo, un otoperiodista es un perio-budista.

No obstante, y sin motivo aparente, un día comienza a sentirse mal.
Un día como cualquier otro, sin que nada preanunciara cambios, Oreja se vuelve una persona triste.
Anda unas semanas cabizbajo hasta que directamente se deprime con fuerza.
De modo abrupto se torna oscuro y ermitaño.
Pierde todo interés en todo, empezando por escuchar a las mujeres.
Con las personas que se cruza, se vuelve descortés.
Deja de atender el teléfono.
Su oscuridad se hace creciente. Llega un punto en que ni siquiera sale de la casa; ni al supermercado, ni al palier, ni a los cumpleaños de amigos ni a visitar al padre internado ni a ninguna otra parte.
Amaga renunciar a la radio pero, entre el productor y sus compañeros, que después de todos esos años compartidos tanto lo aprecian, terminan convenciéndolo para que siga, creyendo y esperando que el trabajo signifique un sostén anímico para repuntar y volver a ser el Oreja de siempre.
Ese momento nunca llega.
Por el contrario, debido a sus indisimulables distracciones, la Producción, con todo el dolor del caso, se ve obligada a relevarlo de la conducción del programa y pasarlo a una tarea en la que se encuentre menos expuesto.
Nadie entiende lo que pasa y en la rara ocasión en que accede a ensayar respuesta ante el mismo amigo que antes le preguntaba por su secreto sexual se manifiesta balbuceante, dubitativo, imposibilitado de identificar la causa de su repentino bajón.
Lo único que tiene claro es que se siente solo. Solo como nunca antes se había sentido. Ni siquiera cuando niño. Que se siente solo y que acaso él también necesite ser escuchado. Escuchado, eso es. Que él no es sólo una oreja.

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Un amanecer de marzo del 2007, después de una noche en que le había tocado la guardia en el informativo de la Radio, uno de los empleados de mantenimiento lo encuentra sentado en el piso del baño, contra la pared de azulejos, susurrante, desvariando, con la cabeza y el cuerpo enteros bañados en sangre.
Sobre la pileta alcanza a ver una trincheta, de esas de uso escolar, toda embardunada. Posteriormente, alertados del hecho, los médicos de la policía se apersonan en el lugar y descubren que en una de sus manos Ariel sostenía su oreja. 
Que sostenía su propia oreja y se empeñaba en hablarle.