domingo, 19 de mayo de 2013

De armas tomar



Si no se saca los dedos de los oídos, mi comandante, dudo que vaya a poder tirar, dijo en medio de la cacería el comisario de Colón, quien, pese a mis explicaciones, seguía obstinado en llamarme así tanto como en verme disparar la escopeta.

Por qué no puedo llamarlo de ese modo, me había planteado el día anterior a manera de respuesta cuando se presentó en la cabaña que alquilábamos con Brasilero y Ñato: nació en Rosario, vive en la calle Entre Ríos esquina Urquiza, por lo demás dos nombres muy caros a estas tierras, es morocho y tiene barba. Creo que son razones más que suficientes para saber que estoy ante un auténtico guerrero, había proseguido ese mediodía para mi estupor, bajo el mando de un elegido como usted necesito que esté mi gente, bajo el influjo de alguien con su coraje y valentía, había rematado el comisario ante mi cara que no salía de su asombro, desoyendo las partes en que logré interrumpir su tan increíble como delirante y sorpresivo monólogo para comentarle, sin conseguir moverlo un milímetro de su postura, acerca de los motivos de nuestro viaje, que entre otros radicaban en cosas que, sin ir más lejos, poco y nada tenían que ver con el modelo de hombre aguerrido al que él estaba invocando, como encontrar un lugar tranquilo en el que Ñato con su auto me enseñara a manejar, un lugar tranquilo y anónimo, cuestión de restar margen de eventualidad a la vergonzosa situación de ser visto por algún conocido (y sobre todo conocida) practicando para aprender a hacerlo recién a los treinta y un años. Eso. Sumado al hecho de querer conocer la ciudad en la que pasó sus últimos días nuestro admirado Negro Pinki Fontaine, y nada más alejado de un rudo combatiente que un humorista.
Si esa aparición del comisario causó tanta sorpresa, tanto impacto, es porque estábamos en Colón, allí a orillas del Río Uruguay, desde hacía ya cinco días, y, hasta ese momento, aun cuando habíamos estado medio alucinados la mayor parte del tiempo, no habíamos notado nada raro, ningún indicio que presagiara lo que terminaría pasando.

Salimos de Rosario pasadas las dos de la mañana y llegamos a primera hora, después de atravesar un arco en la ruta de acceso, del que el viajero puede observar colgando un portentoso cartel azul que en letras blancas da la bienvenida a Colón, “pintoresco manchón que ha hecho de la frontera y la siesta su modo de ser”. Para darnos la llave, algunas indicaciones y cobrarnos por anticipado, en la Oficina de Turismo nos esperaba la dueña, tal como por teléfono habíamos quedado cuando Brasilero hizo la reserva.
Terminados de acomodar y de organizarnos un poco con lo que sería por una semana nuestro hogar nos sentamos bajo el alero que da a la calle de tierra y, charlando, acordamos respetar tres reglas.
Regla número uno: tomaríamos solamente mate con pitaporé, un potente extracto natural de hierbas locales, para captar mejor el espíritu del lugar. Mientras durara la estadía, nada de té ni café, las infusiones típicas de nuestra urbanidad. Segunda regla: iríamos a tomar baños siempre al mismo Complejo Termal, pero deberíamos conocer todos los complejos termales de la zona primero para recién ahí decidirnos por uno de ellos. Y por último: no usaríamos el auto a menos que fuera para mis clases de manejo.
Así, la media mañana de ese primer día nos encuentra caminando bajo un sol entrerriano al Complejo Termal de Colón, el mismo que frecuentaba nuestro admirado Pinki Fontaine en su ocaso. A la tarde fuimos en remís al de San José, un pueblo aledaño.
A la mañana del día siguiente lo llamamos a Waldemar, el remisero que nos había llevado a San José, un experimentado baqueano de la zona que nos explicó en detalle el funcionamiento de los pozos y su proceso de perforación, para que nos acercara al Complejo Termal de Villa Elisa, un minúsculo paraje ubicado a unos veinte kilómetros río arriba. Esa misma tarde lo volvimos a llamar para que nos llevara hasta las termas de Abra Coray, cinco kilómetros pasando Villa Elisa.
Pensándolo un poco, nos pareció que una sola visita a cada Complejo no era parámetro suficiente como para poder decidir con seriedad por uno de ellos. Así que en los dos días subsiguientes, equipo de mate con pitaporé en mano, repetimos la secuencia: Colón. Waldemar. San José. Waldemar. Villa Elisa. Waldemar. Abra Coray.
Eso en teoría, porque lo cierto es que el ritual de la gira termal, o el del pitaporé, difícil ahora diferenciar, empezaba a insinuarse adictivo: gente andando en bata, historias de Waldemar, propiedades curativas, piletas de todas las formas posibles, redondas, alargadas, con bordes irregulares, rectas; iba quedando claro que algo de ese mundo de viejos moviéndose como sonámbulos, continuamente somnolientos, nos encantaba. En efecto, dormíamos y amanecíamos con las batas puestas.
Todos los Complejos tenían puntos a favor y puntos en contra. Durante la noche del cuarto día, aun habiendo repetido la secuencia, no nos resultó nada fácil ponernos de acuerdo. Llegamos incluso a agarrar un cuaderno y sentarnos a comparar las fortalezas y debilidades de cada uno: Abra Coray está muy lejos pero es el menos concurrido; San José y Villa Elisa son más caros pero tienen las mejores piletas; Colón permite prescindir de Waldemar pero la infraestructura está sumida en un importante estado de abandono; Abra Coray es el menos concurrido, sí, pero no tiene los chorros de hidromasaje que tienen San José y Villa Elisa; Villa Elisa, además, tiene pileta con olas artificiales pero se llena de niños que gritan y rompen el encanto; es cierto que San José luce muy bien mantenido pero, como dijo Waldemar, su concesión está en manos de capitales extranjeros…
En eso estábamos cuando ostentando un sentimiento de pertenencia ciertamente llamativo para el tiempo que llevábamos en el lugar, Ñato se puso de pie y dio rienda suelta a una extraña pero sentida arenga en la que hizo un llamamiento a la defensa de lo propio y nos convenció de que las termas de Colón no serán las mejores pero son las nuestras.

Por lo demás, fuera de la experimentación termal, durante esos días no pasó ni hicimos nada demasiado relevante como para contar. Un día, un linyera, o un viejo, o un loco, o un borracho, o todo eso a la vez, previo a haber gritado “¡nos invaden, nos invaden!”, se acercó a Brasilero que había hecho un alto para descansar en un banco de la plaza principal volviendo a la cabaña desde el supermercado, y le vomitó la pierna.
Otro día, el mismo Brasilero fue al cajero. Cuando volvió a la cabaña se encontró con una mala noticia: no tenía el documento. Entonces desandó sus pasos y le pregunto al guardia del BADER (el Banco de Entre Ríos) si por casualidad no había quedado un DNI en el cajero. El guardia le dijo que sí, que lo encontró en la parte de arriba de la máquina, y que una vez, en ese mismo lugar, la mujer del Doctor Contristano se olvidó una agenda.
Colón se revelaba encantador. Tanto que fuimos aplazando el inicio de la instrucción en manejo de autos para no interrumpir esos momentos. De no ser por los yaguarones, y por la cantidad enorme de manadas de perros callejeros que cada tanto nos ladraban o taloneaban al paso, Colón se presentaba como una ciudad perfecta. Con razón Pinki Fontaine la había elegido como última parada antes de volar definitivamente hacia el firmamento.

Mientras, la convivencia nos permitía conocer detalles de los otros en los que tal vez nunca habíamos reparado. De mí, Ñato y Brasilero no sabían que usaba tapones para los oídos. Les conté que hacía un tiempo los venía usando, que al principio sólo para dormir pero que después los empecé a usar también para leer y para escribir. Además les comenté que cuando alguien se los deja puestos durante muchas horas seguidas, para compensar el sentido que se atrofia, el organismo híperdesarrolla algún otro sentido; y que por eso, algunas mañanas, cuando me levanto veo en las cosas colores nuevos, colores que la gente que nunca usó tapones quizás nunca llegue a conocer. A Ñato le gustó pensar en los tapones para los oídos como algo cercano a una experiencia alucinógena y le dio mucha curiosidad probarlos. Así que en uno de los viajes le pidió a Waldemar que le indicara alguna farmacia abierta. A Brasilero se le ocurrió La vida sorda: tapones, lisergia y sociedad, como título para una nota en la que yo relatara mi experiencia.
Lo que no sabía de Ñato y Brasilero es que tienen algunas líneas encontradas en materia gastronómica. Una noche, Ñato propuso comprar una pizza casera para la cena y Brasilero objetó la propuesta argumentando que la pizza no puede ser cena, que a lo sumo, en el mejor de los casos, la pizza puede ser picada o merienda, pero cena no, y almuerzo tampoco, porque solamente las comidas que tienen carne o verdura pueden clasificar como almuerzo o cena. Al día siguiente, conversando, Ñato dijo que para la merienda había comprado galletitas dulces y Brasilero puso en tela de juicio su compra afirmando que únicamente lo que tiene mucha harina puede clasificar como merienda, como por ejemplo los biscochos, las facturas, los sándwiches de miga o la pizza, ahí tenés Ñato, ¿ves?, la pizza justamente.
Otro aspecto que conviviendo descubrí de Ñato es su rápida tendencia a cargar culpas en los demás. El episodio de la cara fue en ese sentido revelador. Al mediodía del quinto día, volviendo a pie de nuestra sesión de baños, juraba y perjuraba, no sin alarma, que le había entrado agua termal en los oídos y que ahora el agua se le había ido adentro de la cara y que nunca más se le iba a ir y que siempre tendría la cara caliente y roja y que eso seguramente le había pasado por algo que le habían producido los tapones, culpa mía que se los había hecho probar, o por ir a la bendita terma de Colón, Complejo por el que nunca deberíamos habernos decidido, culpa de Brasilero que no se puso lo suficientemente firme como para inclinar la votación en favor de Villa Elisa.

Quien resultaría ser el comisario Santiago Cavallo llegó a caballo y golpeó a la puerta. La dejábamos abierta, pero esa siesta se ve que temimos se metiera algún yaguarón adentro. Golpeó y preguntó por mí, por lo que salimos los tres pero lo atendí yo. De todos modos, ni Ñato ni Brasilero hubieran podido hacerlo, indispuesto uno con el tema de la cara y el otro algo pasado de pitaporé.
No se asuste, sé su nombre y sus datos personales por haberlos visto en el registro de alquileres que me facilitó la dueña; chequeos de rutina, dijo el hombre, un petiso colorado y pecoso con lentes de sol, vestido no con ropa de policía sino de gaucho, al tiempo en que mostraba su placa de identificación y agregaba: como quedé tan impresionado, me metí en internet y encontré fotos suyas, cosa que me impresionó más todavía, por motivos que ahora le explicaré, siempre y cuando usted no tenga inconveniente en que hablemos a solas.
Aunque la idea de estar frente a un policía no me hacía ninguna gracia, lo hice pasar. Después de todo estábamos en Colón por Pinki Fontaine y por lo de aprender a manejar sin que nadie conocido me viera, sí, pero también para dejarnos llevar y abrirnos a vivir nuevas experiencias. En las reglas que nos dimos, sin ir más lejos, la actitud subyacente era esa. Acaso tan intrigados como yo, o más, o menos, los otros dos se quedaron esperando junto al caballo afuera.
Vea, no quisiera robarle minutos de su valioso tiempo, así que trataré de ser directo con usted, mi estimado comandante, empezó Cavallo, ya sentado frente a mí a la mesita de la cabaña en la que desayunábamos, levantándose los lentes, en la que fuera la primera vez que me llamaba así, mientras yo lo escuchaba entre atónito y demudado.
A continuación intentaré reproducir las palabras de Cavallo. Y si digo “las palabras de Cavallo” y no “la conversación que tuvimos” es porque se trató de un monólogo, resultado final de su incapacidad para escuchar mis intervenciones y, por momentos, de mi imposibilidad de emitir casi sonido debido a no poder terminar de dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
COMISARIO: Mire, para nuestra comunidad no son fáciles los tiempos que corren. En realidad, nunca los han sido. Como usted sabrá, a lo largo de su historia, el pueblo de Colón se ha tenido que levantar contra todo y contra todos. Contra todo y contra todos, sí, así como lo oye: contra los caprichos del General Urquiza, contra el boicot de los capitalinos a nuestro puerto, contra el estigma de todo un país que nos tilda de uruguayos, de uruguayos, je, justo a nosotros, y contra el río, comandante, sobre todo contra el río. A propósito, ¿usted sabe cómo los hidrógrafos de la zona clasifican a las crecidas del río?
NARRADOR: No señor, desconozco el tema por completo
C: Pues bien, escuche qué interesante. Según los expertos, las crecidas del río se dividen en dos tipos: están las crecidas ordinarias y están las crecidas extraordinarias. Las crecidas ordinarias son las crecidas normales.
N: ¿Y las extraordinarias?
C: Las anormales
N: Es por eso que en la costanera vimos que la mayoría de las casas están construidas sobre terraplenes o pilotes de madera, ¿no es cierto?
C: Afirmativo, mi comandante, afirmativo. Veo que tiene un gran poder de observación, como todo buen estratega… Pero le estaba diciendo: nuestro pueblo se ha caracterizado por un inquebrantable espíritu de lucha a lo largo de su historia. Hasta en una oportunidad ha llegado, aunque usted no lo crea, a librar batalla contra invasores uruguayos que venían por nuestras termas, combatiendo sin más armas en la mano que baldazos de agua termal hirviendo, je, uruguayos, justo a nosotros, si usted viera cómo les quedó la cara a esos. Y pensar que después se andan diciendo hermanos nuestros...
¡Bien hecho!, se oyó gritar a Ñato, quien evidentemente estaba escuchando la conversación detrás de la puerta, sin terminar yo de entender muy bien si lo hacía en broma o en serio, aunque a esa altura de los acontecimientos, dada su arenga localista de la noche anterior, la segunda alternativa tomara fuerza.
C: Pero a diferencia de aquél tiempo, mi estimado, hoy nuestro pueblo se debate ante un enemigo interno y es ante ese enemigo interno que con urgencia hoy debemos batallar.  ¿Sabe usted cuál es?
N: No señor, ni la menor idea
C: La dejadez, efectivamente, usted lo ha dicho: la dejadez, el abandono, la apatía, el desinterés, el desgano, la desidia…
N: La abulia
C: No, la abulia gracias a Dios no.
El comisario prosiguió.
C: Si usted me permite, quisiera darle un ejemplo para que entienda de qué estoy hablando. ¿Vio las dos embarcaciones semi hundidas que hay a la altura del Camping Municipal? Bueno, a esas dos embarcaciones, ¿sabe quién las hundió? Las hundió la dejadez. Sí, la dejadez comandante, así es. Déjeme que le cuente: esas embarcaciones eran propiedad del municipio y estaban amarradas acá en nuestro puerto justo cuando una noche se larga uno de los temporales más feroces que esta ciudad guarde en su memoria. La creciente las arranca y se las lleva río abajo hasta que a la altura del Camping encallan y ahí se quedan hasta el día de hoy. Qué quiere que le diga: yo había escuchado hablar de personas que dejan el auto estacionado en bajada sin el cambio puesto y se les va por la pendiente, pero de barcos que se los lleva la corriente nunca ¿Y usted puede creer que aquí nadie haya hecho nada con ellas? Ni recuperarlas, ni venderlas, ni dejarlas a flote como atractivo turístico, nada, absolutamente nada. ¿Puede creer tamaña dejadez? ¿A usted le parece que eso sea propio del mismo pueblo que se levantó en armas contra los invasores uruguayos? ¿A usted le parece que a ese pueblo se le puedan ir los barcos así porque sí? Y no crea que es el único ejemplo. Hay miles de esos. ¿A qué se deberá tanta pereza? ¿Al contacto creciente que se viene dando últimamente con el turismo y sus costumbres foráneas, que vienen a contaminar la que fue siempre nuestra esencia? Fíjese que nada de esto ocurre por ejemplo en Gualeguaychú, cuyo pueblo se ha movilizado heroicamente en contra de la instalación de las papeleras de Botnia en Fray Bentos. Así como han encontrado una manera de volver a sus raíces con toda esta popularización del Carnaval que se viene dando en el último tiempo.
Santiago Cavallo hizo una pausa, me miró fijo e ingresó en los tramos que por fin lo llevarían al meollo del asunto que lo traía a verme.
C: Hay algo que debe saber. La creciente del río no es la verdadera razón de los terraplenes y los pilotes de madera que usted pudo observar en la zona de la costa ¿Sabe cuál es la verdadera razón? Se lo voy a decir, porque ahí está la clave de mi visita… La razón es el chancho jabalí.
N: ¡¿El chancho qué?!
C: El chancho-jabalí, mi comandante, sí, así como lo oye. Usted, como buen estratega, sabrá que cada lugar tiene un fenómeno natural que lo acecha. El problema de Santa Fe son las inundaciones, el del Valle de Punilla son los vientos y la sequía y los incendios… Bueno, nuestro problema es el chancho jabalí. Usted se preguntará de qué estoy hablando. Pues bien, déjeme explicarle algo muy pero muy importante.
Entonces fue ahí cuando el comisario contó que en sus años dorados, el General Urquiza, según las crónicas un apasionado amante de la caza, se hizo traer a las islas que están frente a Colón una serie de ejemplares de lo que se conoce como chancho jabalí europeo. Que la idea de Urquiza era cruzar en sus ratos libres a la isla y matar el tiempo persiguiendo a estos animales entre la selva ribereña. Que al parecer Urquiza no tuvo en cuenta dos pequeños detalles: uno, que este bicho, al camuflarse en el barro y al andar a una velocidad considerable por debajo del agua es muy difícil de localizar. El otro, su asombrosa capacidad de reproducción. Y para el comisario fue precisamente esa falta de reparo la que hizo que el chancho jabalí se les fuera de las manos a los colonenses y empezara a multiplicarse de a cientos volviéndose una plaga incontrolable.
C: Hoy tenemos dando vueltas entre nosotros a miles y miles de estos cerdos que, como usted se imaginará, se comen todo: plantas, animales, huevos, pájaros, crías, frutos, palmeras, todo. ¿Se imagina la afrenta que para nosotros significa el hecho de que una especie exótica, importada de Europa, esté haciendo desaparecer nuestras especies autóctonas?
Para abordar el tema, las autoridades implementaron una medida: trasladar ejemplares al Parque Nacional El Palmar y aprobar un Plan de caza controlada. Abrir dentro del Parque mismo un coto de caza vigilado por los guardaparque con el objeto de regular la población de chanchos jabalíes existentes. Pero resulta que hoy, ciento cincuenta años después del episodio de Urquiza, pese a la circulación constante de entrenados cazadores que en convenio con el Parque se llegan desde distintos lugares, la historia vuelve a repetirse: escurridizo, reproductor, el animal se le va a Parques Nacionales de las manos y queda fuera de control. Así, entre otros daños irreparables, al devorar sus raíces, amenaza con destruir por completo a la Palmera Yatay, una especie que justamente fue llevada a la Reserva para acotar el peligro de su extinción.
C: No lo demoro más. Hartos ya de esta intolerable situación, un conjunto de hombres hemos estado planificando en secreto un operativo relámpago, una misión que tiene como objetivo dar un golpe de efecto en nuestro adormilado pueblo.
¡Así se habla comisario!, se volvió a escuchar gritar a Ñato.
C: Le explico. Mañana, aprovechando el feriado por el día de la Virgen de la ciudad, vamos a salir por las calles con palos, cuchillos y escopetas a matar animales sueltos. Perros, gatos, yaguarones, lo que sea que encontremos a nuestro paso. Y si encontramos algún chancho jabalí, mejor. No creo, porque de día andan más que nada por las islas y en las islas no podemos matar porque pertenecen a la jurisdicción de Uruguay. Pero en una de esas tenemos suerte. Y si no, no importa: ya la matanza de por sí será un símbolo, una manera de contagiar a nuestra alicaída comunidad y una forma de que vean el poder de fuego del que es capaz su ejército.
Antes de deslizar sobre la mesa una carpeta con recortes de Diario, el comisario Cavallo me hizo una invitación, o mejor dicho una propuesta.
C: Mire, déjeme primero decirle que yo no comulgo con los de su ideología. No estaría siendo sincero si no se lo aclarase. No obstante, tanto para nosotros como para la comunidad en su conjunto, sería muy importante contarlo en nuestras filas. Imagínese el impacto anímico que eso representaría.
En vano fue intentar decirle a Cavallo que se trataba de una confusión, que cómo sería de grande su error que en realidad hasta uso tapones porque me asustan los ruidos, que…
Se calzó los lentes y salió de la cabaña. Saludó a Ñato y a Brasilero, que estaban acariciando al caballo, les dijo que también estaban invitados y que yo me encargaría de explicarles. Montó al animal, que se espantaba las moscas con un chicotazo imperceptible pero certero de la cola, y dobló la esquina en dirección al sur por la calle de tierra. Justo en ese momento pasó una camioneta cuatro por cuatro a gran velocidad levantando una nube de polvo tan oscura como densa. Para cuando se disipó, la figura del comisario ya se había perdido en algún punto del horizonte.

Para mí que estos tipos deliran porque acá en Colón están todo el día drogados, dijo Brasilero cuando les conté lo que había hablado el comisario.
O sea que la única chance que existe de que nos embarquemos en esta movida demencial es que justo mañana estemos los tres hasta la manija de pitaporé, razonó a manera de conclusión Ñato.
Leeríamos los recortes que había dejado el comisario recién a la noche, a la vuelta de los baños termales, mientras se cocinaba una pizza que Ñato había traído para cenar, evidenciando a esa altura una total falta de avances en la aprehensión del concepto de Brasilero. Brasilero, justamente, se ofreció a leer en voz alta. Lo escuchamos.
Esto se publicó en El Colonense. Les leo. Se titula CAZAR PARA COMER Y SALVAGUARDAR EL MEDIOAMBIENTE. Y dice: un sistema de caza controlada que brinda alimento a comedores comunitarios se realiza en el Parque Nacional El Palmar para combatir a la fauna exótica devenida en plaga. La actividad no es deportiva y apunta al jabalí que habita en el bosque de palmeras Yatay de mayor tamaño y densidad existente. La cacería se realiza cuatro veces por mes con fusil a la noche o de a caballo al amanecer. La modalidad a caballo está reservada para campesinos humildes que no tienen las armas ni las municiones reglamentarias, por lo que utilizan una jauría de perros bravos que domina al jabalí  tras lo cual el gaucho termina la tarea con su facón. El cazador puede llevarse sólo la mitad del cuerpo mientras el otro medio va a comedores comunitarios de la zona. Por lo general provienen de localidades cercanas como Abra Coray, Villa Elisa, Colón, Concepción del Uruguay y San José… casi todas las que conocemos por las termas. Sigo: es gente de clase media y para ellos medio ciervo o jabalí por semana es, además del placer gastronómico, un buen aporte a la economía hogareña, comentó uno de los guías oficiales. Personal de parques pesa, mide y registra el animal y deja en manos del cazador la tarea de desollarlo, eviscerarlo y cortarlo en dos, lo que éste realiza al pie de un ciprés de cuyas fuertes ramas cuelgan los cuerpos de sus patas traseras. Toda mi vida cacé y desde que empezó la caza en el parque no me perdí una oportunidad… esto lo dice un tal Walter, joven oriundo de la localidad de San José…
Escuchen este otro, publicado en El Villaguayense. Dice: el Parque Nacional El Palmar abarca unas ocho mil quinientas hectáreas en suelo argentino. Sin embargo… qué increíble esto… el ochenta por ciento de los plantines de palmeras está siendo devorado por los jabalíes europeos que habitan la zona. Estos animales comen los frutos frescos y secos, denunció Darley Molinari, guardiaparque del Palmar. No sabemos cuántos son en realidad pero estimamos que hay alrededor de unos tres mil jabalíes. Estos animales, añadió… escuchen qué impresionante… también depredan nidos de ñandúes y martinetas y se alimentan de crías de otras especies autóctonas. Además hociquean grandes superficies y remueven bulbos y raíces de varias especies sirviendo al esparcimiento de semillas de vegetales invasores…
O sea que lo de los chanchos jabalíes era todo verdad, intervine consustanciado mientras Brasilero se disponía a leernos un tercer recorte. Sí, y yo que pensé que acá el problema era con los yaguarones, dijo el propio Brasilero con cierto dejo de autocrítica. Qué chanchos de mierda, cómo los odio, agregó el localista Ñato a la vez que desparramaba mejor la mozzarella.

O sea que la única chance que existe de que nos embarquemos… había reflexionado Ñato y, dicho y hecho, a las ocho horas, a primera hora de la feriada mañana colonense nos presentábamos puntuales en la plaza principal para marchar firmes en la primera línea del batallón por las calles de la ciudad.
En el fondo, yo sabía que vendría, me dijo el comisario entre exultante y conmovido cuando me divisó entre los aproximadamente sesenta hombres pertrechados que tal como se había acordado se concentraron en la plaza.
El operativo se extendió hasta pasado el mediodía y se coronó con un gran almuerzo típico en la sede del Rotary Club, pero para eso de las diez y media, según me enteré después, yo ya había sufrido el desmayo.
Tanto el desmayo -causado por la impresión, por el susto, por el aturdimiento o por las tres cosas juntas- como todo lo que vivencié en esa cacería en general se podría haber evitado si el idiota de Ñato, cuando condimentaba la pizza, no se hubiera confundido el frasquito de las especias con el del pitaporé.
A las armas se les pierde el miedo usándolas, suele decir un amigo bonaerense, pero creo que conmigo su dicho no funciona. De todas maneras, más allá del infierno, nunca me dejó de parecer increíblemente literario ese momento en el cual alguien, agobiado por la empresa siempre condenada al fracaso de ambigüedades e imprecisiones que el relacionarse a partir de las palabras supone, decide empezar a hacerlo tomando un arma. Claro que este es un razonamiento que puedo tener en retroactivo, ahora. Porque, en lo que fueron aquellos momentos, una vez disipados los efectos del pitaporé, y solamente sostenida mi presencia por el entusiasmo del comisario y la insistencia de Ñato, en lo único que podía pensar que no fuera miedo era en escenas de infancia en el pueblo en el que me crié antes de vivir en Rosario.
Entonces: si alguno de la turba degollaba un yaguarón a machetazos, a mí se me aparecía la vez que con mi hermano tuvimos que sacrificar un pichón de paloma caído de un nido, al que, agonizante, no nos quedó otra que atravesarle el pescuezo con el filo de una pala hasta que, cual guillotina, ésta topara contra el piso de ladrillos del patio.
Si un grupo lograba rodear un perro y matarlo a patadas en el lomo, yo recordaba ese recreo en el que unos compañeritos de grado fueron bajando a cascotazos de un árbol, a una comadreja, hasta que ésta, aterrada, cercada, erosionadas sus fuerzas de resistencia, fue quedando a mano, o a la altura de esa horda de salvajes que, sedientos, emboscaban su descenso, lo suficiente como para que uno de ellos le rematara la jeta a palazos, salpicándose el guardapolvos de sangre.
Y, si alguien se ponía a perseguir un gato corriendo, me venía el recuerdo de unos hermanos, también compañeros de escuela que, en el campo del padre, ponían en marcha el tractor no sin antes ocuparse de adornar las ruedas con gatos atados, o la imagen del tío de ellos, que ataba caballos viejos y enfermos al paragolpes trasero de la camioneta y echaba a andar acelerando progresivamente hasta que éstos, de tanto correr, en algún momento cedían sus patas y terminaban arrastrados por el ripio caliente de la siesta rural con sus cueros despellejándose…
A lo mejor el desmayo se haya debido a esto y no tanto al tiro que me hizo tirar el comisario hacia la zona de unos arbustos de la costa. O tal vez haya sido por verlo a Ñato eufórico, blandiendo un cuchillo, rojos sus ojos. O a Brasilero entusiasmadísimo disparando a los cuatro vientos como soldado de Apocalipsis Now el cinturón de balas del fusil que le dieron. O por haber visto gente salir de sus casas a arengar a la tropa cuando no a pedir unirse como voluntarios…

La vuelta a Rosario se hizo rápida. Pasaron una película de Owen Wilson y como el colectivo paró solamente en doce pueblos pude dormir un rato. Creo que desde Concepción del Uruguay hasta Basabilbaso. O hasta Victoria, no recuerdo ahora exactamente.
Ñato y Brasilero se quedaron allá un tiempo. Por su destacada actuación, el comisario los premió con un puestito en una repartición municipal de la que depende La casa del artesano. 
Yo ni bien llegué empecé a tomar clase de manejo en Academia Roma.