Si
no se saca los dedos de los oídos, mi comandante, dudo que vaya a poder tirar,
dijo en medio de la cacería el comisario de Colón, quien, pese a mis
explicaciones, seguía obstinado en llamarme así tanto como en verme disparar la
escopeta.
Por
qué no puedo llamarlo de ese modo, me había planteado el día anterior a manera
de respuesta cuando se presentó en la cabaña que alquilábamos con Brasilero y
Ñato: nació en Rosario, vive en la calle Entre Ríos esquina Urquiza, por lo
demás dos nombres muy caros a estas tierras, es morocho y tiene barba. Creo que
son razones más que suficientes para saber que estoy ante un auténtico
guerrero, había proseguido ese mediodía para mi estupor, bajo el mando de un
elegido como usted necesito que esté mi gente, bajo el influjo de alguien con
su coraje y valentía, había rematado el comisario ante mi cara que no salía de
su asombro, desoyendo las partes en que logré interrumpir su tan increíble como
delirante y sorpresivo monólogo para comentarle, sin conseguir moverlo un
milímetro de su postura, acerca de los motivos de nuestro viaje, que entre
otros radicaban en cosas que, sin ir más lejos, poco y nada tenían que ver con
el modelo de hombre aguerrido al que él estaba invocando, como encontrar un
lugar tranquilo en el que Ñato con su auto me enseñara a manejar, un lugar
tranquilo y anónimo, cuestión de restar margen de eventualidad a la vergonzosa
situación de ser visto por algún conocido (y sobre todo conocida) practicando
para aprender a hacerlo recién a los treinta y un años. Eso. Sumado al hecho de
querer conocer la ciudad en la que pasó sus últimos días nuestro admirado Negro
Pinki Fontaine, y nada más alejado de un rudo combatiente que un humorista.
Si
esa aparición del comisario causó tanta sorpresa, tanto impacto, es porque
estábamos en Colón, allí a orillas del Río Uruguay, desde hacía ya cinco días,
y, hasta ese momento, aun cuando habíamos estado medio alucinados la mayor
parte del tiempo, no habíamos notado nada raro, ningún indicio que presagiara
lo que terminaría pasando.
Salimos
de Rosario pasadas las dos de la mañana y llegamos a primera hora, después de
atravesar un arco en la ruta de acceso, del que el viajero puede observar
colgando un portentoso cartel azul que en letras blancas da la bienvenida a
Colón, “pintoresco manchón que ha hecho de la frontera y la siesta su modo de
ser”. Para darnos la llave, algunas indicaciones y cobrarnos por anticipado, en
la Oficina de Turismo nos esperaba la dueña, tal como por teléfono habíamos
quedado cuando Brasilero hizo la reserva.
Terminados
de acomodar y de organizarnos un poco con lo que sería por una semana nuestro
hogar nos sentamos bajo el alero que da a la calle de tierra y, charlando,
acordamos respetar tres reglas.
Regla
número uno: tomaríamos solamente mate con pitaporé, un potente extracto natural
de hierbas locales, para captar mejor el espíritu del lugar. Mientras durara la
estadía, nada de té ni café, las infusiones típicas de nuestra urbanidad.
Segunda regla: iríamos a tomar baños siempre al mismo Complejo Termal, pero
deberíamos conocer todos los complejos termales de la zona primero para recién
ahí decidirnos por uno de ellos. Y por último: no usaríamos el auto a menos que
fuera para mis clases de manejo.
Así,
la media mañana de ese primer día nos encuentra caminando bajo un sol
entrerriano al Complejo Termal de Colón, el mismo que frecuentaba nuestro
admirado Pinki Fontaine en su ocaso. A la tarde fuimos en remís al de San José,
un pueblo aledaño.
A
la mañana del día siguiente lo llamamos a Waldemar, el remisero que nos había
llevado a San José, un experimentado baqueano de la zona que nos explicó en
detalle el funcionamiento de los pozos y su proceso de perforación, para que
nos acercara al Complejo Termal de Villa Elisa, un minúsculo paraje ubicado a
unos veinte kilómetros río arriba. Esa misma tarde lo volvimos a llamar para
que nos llevara hasta las termas de Abra Coray, cinco kilómetros pasando Villa
Elisa.
Pensándolo
un poco, nos pareció que una sola visita a cada Complejo no era parámetro
suficiente como para poder decidir con seriedad por uno de ellos. Así que en
los dos días subsiguientes, equipo de mate con pitaporé en mano, repetimos la
secuencia: Colón. Waldemar. San José. Waldemar. Villa Elisa. Waldemar. Abra
Coray.
Eso
en teoría, porque lo cierto es que el ritual de la gira termal, o el del
pitaporé, difícil ahora diferenciar, empezaba a insinuarse adictivo: gente
andando en bata, historias de Waldemar, propiedades curativas, piletas de todas
las formas posibles, redondas, alargadas, con bordes irregulares, rectas; iba
quedando claro que algo de ese mundo de viejos moviéndose como sonámbulos,
continuamente somnolientos, nos encantaba. En efecto, dormíamos y amanecíamos
con las batas puestas.
Todos
los Complejos tenían puntos a favor y puntos en contra. Durante la noche del
cuarto día, aun habiendo repetido la secuencia, no nos resultó nada fácil
ponernos de acuerdo. Llegamos incluso a agarrar un cuaderno y sentarnos a
comparar las fortalezas y debilidades de cada uno: Abra Coray está muy lejos
pero es el menos concurrido; San José y Villa Elisa son más caros pero tienen
las mejores piletas; Colón permite prescindir de Waldemar pero la
infraestructura está sumida en un importante estado de abandono; Abra Coray es
el menos concurrido, sí, pero no tiene los chorros de hidromasaje que tienen
San José y Villa Elisa; Villa Elisa, además, tiene pileta con olas artificiales
pero se llena de niños que gritan y rompen el encanto; es cierto que San José
luce muy bien mantenido pero, como dijo Waldemar, su concesión está en manos de
capitales extranjeros…
En
eso estábamos cuando ostentando un sentimiento de pertenencia ciertamente
llamativo para el tiempo que llevábamos en el lugar, Ñato se puso de pie y dio
rienda suelta a una extraña pero sentida arenga en la que hizo un llamamiento a
la defensa de lo propio y nos convenció de que las termas de Colón no serán las
mejores pero son las nuestras.
Por
lo demás, fuera de la experimentación termal, durante esos días no pasó ni
hicimos nada demasiado relevante como para contar. Un día, un linyera, o un
viejo, o un loco, o un borracho, o todo eso a la vez, previo a haber gritado
“¡nos invaden, nos invaden!”, se acercó a Brasilero que había hecho un alto
para descansar en un banco de la plaza principal volviendo a la cabaña desde el
supermercado, y le vomitó la pierna.
Otro
día, el mismo Brasilero fue al cajero. Cuando volvió a la cabaña se encontró
con una mala noticia: no tenía el documento. Entonces desandó sus pasos y le
pregunto al guardia del BADER (el Banco de Entre Ríos) si por casualidad no
había quedado un DNI en el cajero. El guardia le dijo que sí, que lo encontró
en la parte de arriba de la máquina, y que una vez, en ese mismo lugar, la
mujer del Doctor Contristano se olvidó una agenda.
Colón
se revelaba encantador. Tanto que fuimos aplazando el inicio de la instrucción
en manejo de autos para no interrumpir esos momentos. De no ser por los
yaguarones, y por la cantidad enorme de manadas de perros callejeros que cada
tanto nos ladraban o taloneaban al paso, Colón se presentaba como una ciudad
perfecta. Con razón Pinki Fontaine la había elegido como última parada antes de
volar definitivamente hacia el firmamento.
Mientras,
la convivencia nos permitía conocer detalles de los otros en los que tal vez
nunca habíamos reparado. De mí, Ñato y Brasilero no sabían que usaba tapones
para los oídos. Les conté que hacía un tiempo los venía usando, que al
principio sólo para dormir pero que después los empecé a usar también para leer
y para escribir. Además les comenté que cuando alguien se los deja puestos
durante muchas horas seguidas, para compensar el sentido que se atrofia, el
organismo híperdesarrolla algún otro sentido; y que por eso, algunas mañanas,
cuando me levanto veo en las cosas colores nuevos, colores que la gente que
nunca usó tapones quizás nunca llegue a conocer. A Ñato le gustó pensar en los
tapones para los oídos como algo cercano a una experiencia alucinógena y le dio
mucha curiosidad probarlos. Así que en uno de los viajes le pidió a Waldemar
que le indicara alguna farmacia abierta. A Brasilero se le ocurrió La vida
sorda: tapones, lisergia y sociedad, como título para una nota en la que yo
relatara mi experiencia.
Lo
que no sabía de Ñato y Brasilero es que tienen algunas líneas encontradas en
materia gastronómica. Una noche, Ñato propuso comprar una pizza casera para la
cena y Brasilero objetó la propuesta argumentando que la pizza no puede ser
cena, que a lo sumo, en el mejor de los casos, la pizza puede ser picada o
merienda, pero cena no, y almuerzo tampoco, porque solamente las comidas que
tienen carne o verdura pueden clasificar como almuerzo o cena. Al día
siguiente, conversando, Ñato dijo que para la merienda había comprado
galletitas dulces y Brasilero puso en tela de juicio su compra afirmando que
únicamente lo que tiene mucha harina puede clasificar como merienda, como por
ejemplo los biscochos, las facturas, los sándwiches de miga o la pizza, ahí
tenés Ñato, ¿ves?, la pizza justamente.
Otro
aspecto que conviviendo descubrí de Ñato es su rápida tendencia a cargar culpas
en los demás. El episodio de la cara fue en ese sentido revelador. Al mediodía
del quinto día, volviendo a pie de nuestra sesión de baños, juraba y perjuraba,
no sin alarma, que le había entrado agua termal en los oídos y que ahora el
agua se le había ido adentro de la cara y que nunca más se le iba a ir y que
siempre tendría la cara caliente y roja y que eso seguramente le había pasado
por algo que le habían producido los tapones, culpa mía que se los había hecho
probar, o por ir a la bendita terma de Colón, Complejo por el que nunca
deberíamos habernos decidido, culpa de Brasilero que no se puso lo
suficientemente firme como para inclinar la votación en favor de Villa Elisa.
Quien
resultaría ser el comisario Santiago Cavallo llegó a caballo y golpeó a la
puerta. La dejábamos abierta, pero esa siesta se ve que temimos se metiera
algún yaguarón adentro. Golpeó y preguntó por mí, por lo que salimos los tres
pero lo atendí yo. De todos modos, ni Ñato ni Brasilero hubieran podido
hacerlo, indispuesto uno con el tema de la cara y el otro algo pasado de
pitaporé.
No
se asuste, sé su nombre y sus datos personales por haberlos visto en el
registro de alquileres que me facilitó la dueña; chequeos de rutina, dijo el
hombre, un petiso colorado y pecoso con lentes de sol, vestido no con ropa de
policía sino de gaucho, al tiempo en que mostraba su placa de identificación y
agregaba: como quedé tan impresionado, me metí en internet y encontré fotos
suyas, cosa que me impresionó más todavía, por motivos que ahora le explicaré,
siempre y cuando usted no tenga inconveniente en que hablemos a solas.
Aunque
la idea de estar frente a un policía no me hacía ninguna gracia, lo hice pasar.
Después de todo estábamos en Colón por Pinki Fontaine y por lo de aprender a
manejar sin que nadie conocido me viera, sí, pero también para dejarnos llevar
y abrirnos a vivir nuevas experiencias. En las reglas que nos dimos, sin ir más
lejos, la actitud subyacente era esa. Acaso tan intrigados como yo, o más, o
menos, los otros dos se quedaron esperando junto al caballo afuera.
Vea,
no quisiera robarle minutos de su valioso tiempo, así que trataré de ser
directo con usted, mi estimado comandante, empezó Cavallo, ya sentado frente a
mí a la mesita de la cabaña en la que desayunábamos, levantándose los lentes,
en la que fuera la primera vez que me llamaba así, mientras yo lo escuchaba
entre atónito y demudado.
A
continuación intentaré reproducir las palabras de Cavallo. Y si digo “las
palabras de Cavallo” y no “la conversación que tuvimos” es porque se trató de
un monólogo, resultado final de su incapacidad para escuchar mis intervenciones
y, por momentos, de mi imposibilidad de emitir casi sonido debido a no poder terminar
de dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
COMISARIO:
Mire, para nuestra comunidad no son fáciles los tiempos que corren. En
realidad, nunca los han sido. Como usted sabrá, a lo largo de su historia, el
pueblo de Colón se ha tenido que levantar contra todo y contra todos. Contra
todo y contra todos, sí, así como lo oye: contra los caprichos del General
Urquiza, contra el boicot de los capitalinos a nuestro puerto, contra el
estigma de todo un país que nos tilda de uruguayos, de uruguayos, je, justo a
nosotros, y contra el río, comandante, sobre todo contra el río. A propósito,
¿usted sabe cómo los hidrógrafos de la zona clasifican a las crecidas del río?
NARRADOR:
No señor, desconozco el tema por completo
C:
Pues bien, escuche qué interesante. Según los expertos, las crecidas del río se
dividen en dos tipos: están las crecidas ordinarias y están las crecidas
extraordinarias. Las crecidas ordinarias son las crecidas normales.
N:
¿Y las extraordinarias?
C:
Las anormales
N:
Es por eso que en la costanera vimos que la mayoría de las casas están
construidas sobre terraplenes o pilotes de madera, ¿no es cierto?
C:
Afirmativo, mi comandante, afirmativo. Veo que tiene un gran poder de
observación, como todo buen estratega… Pero le estaba diciendo: nuestro pueblo
se ha caracterizado por un inquebrantable espíritu de lucha a lo largo de su
historia. Hasta en una oportunidad ha llegado, aunque usted no lo crea, a
librar batalla contra invasores uruguayos que venían por nuestras termas,
combatiendo sin más armas en la mano que baldazos de agua termal hirviendo, je,
uruguayos, justo a nosotros, si usted viera cómo les quedó la cara a esos. Y
pensar que después se andan diciendo hermanos nuestros...
¡Bien
hecho!, se oyó gritar a Ñato, quien evidentemente estaba escuchando la
conversación detrás de la puerta, sin terminar yo de entender muy bien si lo
hacía en broma o en serio, aunque a esa altura de los acontecimientos, dada su
arenga localista de la noche anterior, la segunda alternativa tomara fuerza.
C:
Pero a diferencia de aquél tiempo, mi estimado, hoy nuestro pueblo se debate
ante un enemigo interno y es ante ese enemigo interno que con urgencia hoy
debemos batallar. ¿Sabe usted cuál es?
N:
No señor, ni la menor idea
C:
La dejadez, efectivamente, usted lo ha dicho: la dejadez, el abandono, la
apatía, el desinterés, el desgano, la desidia…
N:
La abulia
C:
No, la abulia gracias a Dios no.
El
comisario prosiguió.
C:
Si usted me permite, quisiera darle un ejemplo para que entienda de qué estoy
hablando. ¿Vio las dos embarcaciones semi hundidas que hay a la altura del
Camping Municipal? Bueno, a esas dos embarcaciones, ¿sabe quién las hundió? Las
hundió la dejadez. Sí, la dejadez comandante, así es. Déjeme que le cuente:
esas embarcaciones eran propiedad del municipio y estaban amarradas acá en
nuestro puerto justo cuando una noche se larga uno de los temporales más
feroces que esta ciudad guarde en su memoria. La creciente las arranca y se las
lleva río abajo hasta que a la altura del Camping encallan y ahí se quedan hasta
el día de hoy. Qué quiere que le diga: yo había escuchado hablar de personas
que dejan el auto estacionado en bajada sin el cambio puesto y se les va por la
pendiente, pero de barcos que se los lleva la corriente nunca ¿Y usted puede
creer que aquí nadie haya hecho nada con ellas? Ni recuperarlas, ni venderlas,
ni dejarlas a flote como atractivo turístico, nada, absolutamente nada. ¿Puede
creer tamaña dejadez? ¿A usted le parece que eso sea propio del mismo pueblo
que se levantó en armas contra los invasores uruguayos? ¿A usted le parece que
a ese pueblo se le puedan ir los barcos así porque sí? Y no crea que es el
único ejemplo. Hay miles de esos. ¿A qué se deberá tanta pereza? ¿Al contacto
creciente que se viene dando últimamente con el turismo y sus costumbres
foráneas, que vienen a contaminar la que fue siempre nuestra esencia? Fíjese
que nada de esto ocurre por ejemplo en Gualeguaychú, cuyo pueblo se ha
movilizado heroicamente en contra de la instalación de las papeleras de Botnia
en Fray Bentos. Así como han encontrado una manera de volver a sus raíces con
toda esta popularización del Carnaval que se viene dando en el último tiempo.
Santiago
Cavallo hizo una pausa, me miró fijo e ingresó en los tramos que por fin lo
llevarían al meollo del asunto que lo traía a verme.
C:
Hay algo que debe saber. La creciente del río no es la verdadera razón de los
terraplenes y los pilotes de madera que usted pudo observar en la zona de la
costa ¿Sabe cuál es la verdadera razón? Se lo voy a decir, porque ahí está la
clave de mi visita… La razón es el chancho jabalí.
N:
¡¿El chancho qué?!
C:
El chancho-jabalí, mi comandante, sí, así como lo oye. Usted, como buen
estratega, sabrá que cada lugar tiene un fenómeno natural que lo acecha. El
problema de Santa Fe son las inundaciones, el del Valle de Punilla son los
vientos y la sequía y los incendios… Bueno, nuestro problema es el chancho
jabalí. Usted se preguntará de qué estoy hablando. Pues bien, déjeme explicarle
algo muy pero muy importante.
Entonces
fue ahí cuando el comisario contó que en sus años dorados, el General Urquiza,
según las crónicas un apasionado amante de la caza, se hizo traer a las islas
que están frente a Colón una serie de ejemplares de lo que se conoce como
chancho jabalí europeo. Que la idea de Urquiza era cruzar en sus ratos libres a
la isla y matar el tiempo persiguiendo a estos animales entre la selva
ribereña. Que al parecer Urquiza no tuvo en cuenta dos pequeños detalles: uno,
que este bicho, al camuflarse en el barro y al andar a una velocidad considerable
por debajo del agua es muy difícil de localizar. El otro, su asombrosa
capacidad de reproducción. Y para el comisario fue precisamente esa falta de
reparo la que hizo que el chancho jabalí se les fuera de las manos a los
colonenses y empezara a multiplicarse de a cientos volviéndose una plaga
incontrolable.
C:
Hoy tenemos dando vueltas entre nosotros a miles y miles de estos cerdos que,
como usted se imaginará, se comen todo: plantas, animales, huevos, pájaros,
crías, frutos, palmeras, todo. ¿Se imagina la afrenta que para nosotros
significa el hecho de que una especie exótica, importada de Europa, esté
haciendo desaparecer nuestras especies autóctonas?
Para
abordar el tema, las autoridades implementaron una medida: trasladar ejemplares
al Parque Nacional El Palmar y aprobar un Plan de caza controlada. Abrir dentro
del Parque mismo un coto de caza vigilado por los guardaparque con el objeto de
regular la población de chanchos jabalíes existentes. Pero resulta que hoy,
ciento cincuenta años después del episodio de Urquiza, pese a la circulación
constante de entrenados cazadores que en convenio con el Parque se llegan desde
distintos lugares, la historia vuelve a repetirse: escurridizo, reproductor, el
animal se le va a Parques Nacionales de las manos y queda fuera de control.
Así, entre otros daños irreparables, al devorar sus raíces, amenaza con
destruir por completo a la Palmera Yatay, una especie que justamente fue
llevada a la Reserva para acotar el peligro de su extinción.
C:
No lo demoro más. Hartos ya de esta intolerable situación, un conjunto de
hombres hemos estado planificando en secreto un operativo relámpago, una misión
que tiene como objetivo dar un golpe de efecto en nuestro adormilado pueblo.
¡Así
se habla comisario!, se volvió a escuchar gritar a Ñato.
C:
Le explico. Mañana, aprovechando el feriado por el día de la Virgen de la
ciudad, vamos a salir por las calles con palos, cuchillos y escopetas a matar
animales sueltos. Perros, gatos, yaguarones, lo que sea que encontremos a nuestro
paso. Y si encontramos algún chancho jabalí, mejor. No creo, porque de día
andan más que nada por las islas y en las islas no podemos matar porque
pertenecen a la jurisdicción de Uruguay. Pero en una de esas tenemos suerte. Y
si no, no importa: ya la matanza de por sí será un símbolo, una manera de
contagiar a nuestra alicaída comunidad y una forma de que vean el poder de
fuego del que es capaz su ejército.
Antes
de deslizar sobre la mesa una carpeta con recortes de Diario, el comisario
Cavallo me hizo una invitación, o mejor dicho una propuesta.
C:
Mire, déjeme primero decirle que yo no comulgo con los de su ideología. No
estaría siendo sincero si no se lo aclarase. No obstante, tanto para nosotros
como para la comunidad en su conjunto, sería muy importante contarlo en
nuestras filas. Imagínese el impacto anímico que eso representaría.
En
vano fue intentar decirle a Cavallo que se trataba de una confusión, que cómo
sería de grande su error que en realidad hasta uso tapones porque me asustan
los ruidos, que…
Se
calzó los lentes y salió de la cabaña. Saludó a Ñato y a Brasilero, que estaban
acariciando al caballo, les dijo que también estaban invitados y que yo me
encargaría de explicarles. Montó al animal, que se espantaba las moscas con un
chicotazo imperceptible pero certero de la cola, y dobló la esquina en
dirección al sur por la calle de tierra. Justo en ese momento pasó una
camioneta cuatro por cuatro a gran velocidad levantando una nube de polvo tan
oscura como densa. Para cuando se disipó, la figura del comisario ya se había
perdido en algún punto del horizonte.
Para
mí que estos tipos deliran porque acá en Colón están todo el día drogados, dijo
Brasilero cuando les conté lo que había hablado el comisario.
O
sea que la única chance que existe de que nos embarquemos en esta movida
demencial es que justo mañana estemos los tres hasta la manija de pitaporé,
razonó a manera de conclusión Ñato.
Leeríamos
los recortes que había dejado el comisario recién a la noche, a la vuelta de
los baños termales, mientras se cocinaba una pizza que Ñato había traído para
cenar, evidenciando a esa altura una total falta de avances en la aprehensión
del concepto de Brasilero. Brasilero, justamente, se ofreció a leer en voz
alta. Lo escuchamos.
Esto
se publicó en El Colonense. Les leo. Se titula CAZAR PARA COMER Y SALVAGUARDAR
EL MEDIOAMBIENTE. Y dice: un sistema de caza controlada que brinda alimento a
comedores comunitarios se realiza en el Parque Nacional El Palmar para combatir
a la fauna exótica devenida en plaga. La actividad no es deportiva y apunta al
jabalí que habita en el bosque de palmeras Yatay de mayor tamaño y densidad
existente. La cacería se realiza cuatro veces por mes con fusil a la noche o de
a caballo al amanecer. La modalidad a caballo está reservada para campesinos
humildes que no tienen las armas ni las municiones reglamentarias, por lo que
utilizan una jauría de perros bravos que domina al jabalí tras lo cual el gaucho termina la tarea con
su facón. El cazador puede llevarse sólo la mitad del cuerpo mientras el otro
medio va a comedores comunitarios de la zona. Por lo general provienen de
localidades cercanas como Abra Coray, Villa Elisa, Colón, Concepción del
Uruguay y San José… casi todas las que conocemos por las termas. Sigo: es gente
de clase media y para ellos medio ciervo o jabalí por semana es, además del
placer gastronómico, un buen aporte a la economía hogareña, comentó uno de los
guías oficiales. Personal de parques pesa, mide y registra el animal y deja en
manos del cazador la tarea de desollarlo, eviscerarlo y cortarlo en dos, lo que
éste realiza al pie de un ciprés de cuyas fuertes ramas cuelgan los cuerpos de
sus patas traseras. Toda mi vida cacé y desde que empezó la caza en el parque
no me perdí una oportunidad… esto lo dice un tal Walter, joven oriundo de la
localidad de San José…
Escuchen
este otro, publicado en El Villaguayense. Dice: el Parque Nacional El Palmar
abarca unas ocho mil quinientas hectáreas en suelo argentino. Sin embargo… qué
increíble esto… el ochenta por ciento de los plantines de palmeras está siendo
devorado por los jabalíes europeos que habitan la zona. Estos animales comen
los frutos frescos y secos, denunció Darley Molinari, guardiaparque del Palmar.
No sabemos cuántos son en realidad pero estimamos que hay alrededor de unos
tres mil jabalíes. Estos animales, añadió… escuchen qué impresionante… también
depredan nidos de ñandúes y martinetas y se alimentan de crías de otras
especies autóctonas. Además hociquean grandes superficies y remueven bulbos y
raíces de varias especies sirviendo al esparcimiento de semillas de vegetales
invasores…
O
sea que lo de los chanchos jabalíes era todo verdad, intervine consustanciado
mientras Brasilero se disponía a leernos un tercer recorte. Sí, y yo que pensé
que acá el problema era con los yaguarones, dijo el propio Brasilero con cierto
dejo de autocrítica. Qué chanchos de mierda, cómo los odio, agregó el localista
Ñato a la vez que desparramaba mejor la mozzarella.
O
sea que la única chance que existe de que nos embarquemos… había reflexionado
Ñato y, dicho y hecho, a las ocho horas, a primera hora de la feriada mañana
colonense nos presentábamos puntuales en la plaza principal para marchar firmes
en la primera línea del batallón por las calles de la ciudad.
En
el fondo, yo sabía que vendría, me dijo el comisario entre exultante y
conmovido cuando me divisó entre los aproximadamente sesenta hombres
pertrechados que tal como se había acordado se concentraron en la plaza.
El
operativo se extendió hasta pasado el mediodía y se coronó con un gran almuerzo
típico en la sede del Rotary Club, pero para eso de las diez y media, según me
enteré después, yo ya había sufrido el desmayo.
Tanto
el desmayo -causado por la impresión, por el susto, por el aturdimiento o por
las tres cosas juntas- como todo lo que vivencié en esa cacería en general se
podría haber evitado si el idiota de Ñato, cuando condimentaba la pizza, no se
hubiera confundido el frasquito de las especias con el del pitaporé.
A
las armas se les pierde el miedo usándolas, suele decir un amigo bonaerense,
pero creo que conmigo su dicho no funciona. De todas maneras, más allá del
infierno, nunca me dejó de parecer increíblemente literario ese momento en el
cual alguien, agobiado por la empresa siempre condenada al fracaso de ambigüedades
e imprecisiones que el relacionarse a partir de las palabras supone, decide
empezar a hacerlo tomando un arma. Claro que este es un razonamiento que puedo
tener en retroactivo, ahora. Porque, en lo que fueron aquellos momentos, una
vez disipados los efectos del pitaporé, y solamente sostenida mi presencia por
el entusiasmo del comisario y la insistencia de Ñato, en lo único que podía
pensar que no fuera miedo era en escenas de infancia en el pueblo en el que me
crié antes de vivir en Rosario.
Entonces:
si alguno de la turba degollaba un yaguarón a machetazos, a mí se me aparecía
la vez que con mi hermano tuvimos que sacrificar un pichón de paloma caído de
un nido, al que, agonizante, no nos quedó otra que atravesarle el pescuezo con
el filo de una pala hasta que, cual guillotina, ésta topara contra el piso de
ladrillos del patio.
Si
un grupo lograba rodear un perro y matarlo a patadas en el lomo, yo recordaba
ese recreo en el que unos compañeritos de grado fueron bajando a cascotazos de
un árbol, a una comadreja, hasta que ésta, aterrada, cercada, erosionadas sus
fuerzas de resistencia, fue quedando a mano, o a la altura de esa horda de
salvajes que, sedientos, emboscaban su descenso, lo suficiente como para que
uno de ellos le rematara la jeta a palazos, salpicándose el guardapolvos de
sangre.
Y,
si alguien se ponía a perseguir un gato corriendo, me venía el recuerdo de unos
hermanos, también compañeros de escuela que, en el campo del padre, ponían en
marcha el tractor no sin antes ocuparse de adornar las ruedas con gatos atados,
o la imagen del tío de ellos, que ataba caballos viejos y enfermos al
paragolpes trasero de la camioneta y echaba a andar acelerando progresivamente
hasta que éstos, de tanto correr, en algún momento cedían sus patas y terminaban
arrastrados por el ripio caliente de la siesta rural con sus cueros
despellejándose…
A
lo mejor el desmayo se haya debido a esto y no tanto al tiro que me hizo tirar
el comisario hacia la zona de unos arbustos de la costa. O tal vez haya sido
por verlo a Ñato eufórico, blandiendo un cuchillo, rojos sus ojos. O a
Brasilero entusiasmadísimo disparando a los cuatro vientos como soldado de
Apocalipsis Now el cinturón de balas del fusil que le dieron. O por haber visto
gente salir de sus casas a arengar a la tropa cuando no a pedir unirse como
voluntarios…
La
vuelta a Rosario se hizo rápida. Pasaron una película de Owen Wilson y como el
colectivo paró solamente en doce pueblos pude dormir un rato. Creo que desde
Concepción del Uruguay hasta Basabilbaso. O hasta Victoria, no recuerdo ahora
exactamente.
Ñato
y Brasilero se quedaron allá un tiempo. Por su destacada actuación, el
comisario los premió con un puestito en una repartición municipal de la que
depende La casa del artesano.
Yo
ni bien llegué empecé a tomar clase de manejo en Academia Roma.