domingo, 19 de mayo de 2013

Microcuentos


La acabadita

(Mail de un amigo al otro) “Con la mina de la otra noche al final estuvo buenísimo. Me quedé en su casa y todo. Lo bueno del garche fue que estuvo completito. Tuvo desde abrazos y caricias, una cosa muy tierna, hasta acabadita en la boca, como frutilla del postre para coronar una velada memorable, no sabés. Ahí fui al baño, escupí, me limpié un poco y cuando volví a la cama nos quedamos dormidos. Ojalá la vuelva a ver de nuevo. Después igual te cuento bien”.

 

El catedrático

Como a las tres horas seguidas que lleva de clase, el catedrático empieza a escuchar el goteo. El ruidito logra distraerlo y eso (tac, tac…), obsesivo, detallista, al catedrático lo perturba. Repasa mentalmente: canillas cerca del aula no recuerda haber visto, un aire acondicionado que pueda estar chorreando tampoco. Responsable, tipo de esos comprometidos con su hacer, decide que en todo caso va a aguantar y dejar en un segundo plano su ¿percepción?; al menos hasta terminar la exposición. Entonces vuelve a concentrarse en lo que está disertando, y lo otro debe ser por el cansancio, se dice, seguro debe ser el cansancio. Pero (tac, tac…), al rato el goteo vuelve. Lo que sea que eso fuere no se detiene. Gotas de algo caen secas y a intervalos regulares sobre algo (tac, tac…) y eso no puede ser. El catedrático ya no aguanta y levanta la vista de la pila de hojas manuscritas en las que hace más de tres horas se viene apoyando para hablar. Al alzar la cabeza ve, acaso por primera vez en lo que va de la clase, al auditorio al que se viene dirigiendo: unos quince estudiantes de doctorado lo miran fijo; sus narices (tac, tac…) están sangrando. Quizás por la impresión que le producen esos treinta orificios nasales perdiendo sangre, quizás por el espanto que le causa el estrépito rojo de ese tamborileo rítmico contra los cuadernos de apuntes (tac, tac…), quizás por temor a que su propia nariz corra la misma suerte en ese lugar, acaso por el agotamiento físico y mental, él, el catedrático, que ese fin de semana tiene que dictar varios seminarios de cuatro horas de duración, como un cantante de cumbia que en su época de esplendor en una misma noche se la pasa de boliche en boliche y de show en show, ahí nomás, en el acto, se desploma sobre el escritorio. Sacudidas por el impacto, que las revuela, una suelta de hojas manuscritas planea ante la mirada fija de los estudiantes.

 

Las palabras

Repasemos entonces: ella está en la parada esperando el colectivo para ir al trabajo, vos no das más. Aprovechando que a esa hora no hay nadie en la calle, te acercás y sin mediar palabra se lo clavas. Clavar, vos no hubieras querido que las cosas fueran así, que terminaran de esa forma, pero la única manera que te queda de aliviarte para siempre, de apagar tu dolor de una vez por todas es clavar. De limpiar definitivamente toda esa mierda que te sale por los poros, que te ahoga, ese veneno que te quema, ese resentimiento que te carcome y te carcome, como si tuvieras una rata que te va comiendo por dentro. Vos no das más, así no podes seguir, tenés que sacarte todo eso de una vez, como sea lo tenés que vomitar. Y acordate bien: la clave está en que lo hagas sin mediar palabra. Vos ya no crees en las palabras. Vos ahora no necesitás palabras. ¿Qué más te va a decir? ¿Que no fue a propósito, que en ese momento no podía darse cuenta? Las palabras. ¿Justo ahora se va a excusar en las palabras, ella, que en tus peores días y en tus peores noches solo fue silencio, el más desaprensivo, el más frío, el más distante de los silencios? No, no la escuchés, no hay nada que escuchar, te acercás decidido y trac, trac, trac, eso, así, hasta el fondo, así, bien adentro, le clavás el sacacorchos, ese enorme y laqueado que te regaló para tu cumpleaños, un sacacorchos justo a vos, y se lo clavás en el estómago, así, y la escarbás, la escarbás, la escarbás. No escuchás ni ves nada: hace días que estás metido hasta el cuello en tu pozo ciego. ¿Cuánto más vas a esperar? Acordate de esas noches y esos días horribles, interminables, en los que esperaste, algo, cualquier cosa, algo que no fuera silencio, y nada, y para poder soportarlo tuviste que contar en voz alta uno por uno los segundos durante minutos, y minutos, y minutos, eternos, y nada. Compenetrate pensando en escenas anteriores, en escenas de silencio en las que estén los dos. Metete en el personaje, metete al punto de que el público sea tu enemigo. ¿Qué saben ellos del dolor? Hipócritas, cobardes, ¿cómo pueden juzgar algo tan propio y tan intransferible como el dolor? Si ya no das más, mirá lo que sos, mirá como estás, sos un búfalo acechado por leones hambrientos durante horas, y horas, hasta que te ves rodeado y te rendís, se te vencen las patas, estás extenuado y te derrumbás para asistir al conciente espectáculo de tu  propio despedazamiento y ver cómo te desgarran…

Salió a escena. Ella estaba esperando el colectivo, como todas las mañanas. La abordó decidido y trac, sin dejarla hablar le clavó el sacacorchos y trac, hurgueteándola con saña, trac, como un carnicero enajenado, ahí tenés mierda, ahí tenés, trac, trac, con una naturalidad escalofriante, quizás demasiado escalofriante a los ojos de ella que empezó a chillar, y a los del público que empezó a ver una sangre demasiado verdadera, y a los del director, que entonces comprendió que a veces, con ese método suyo,  tal vez se le fuera un poco la mano y que lo mejor sería no volverlo a usar.

 

Gotas

Es como si a los agujeros de la nariz los tuvieras sellados con pegamento y el pegamento se endureciera por las noches. Probas boca arriba, boca abierta, boca abajo, sin almohada, con una, con dos. Ni el rocío ni la brisa marina que corre ni nada. No pasa nada. La noche no pasa nunca. Estoy sin gotas. Hace días que no duermo. Los ojos irritados desorbitados. Ya no surte efecto el remedio casero de mamá de mezclar agua con sal.

Si esperas a que se duerman y entrás en medio de la oscuridad a la pieza sin hacer ruido nunca se despiertan. Pero estando en Chile no le puedo robar gotas a papá. En Chile no hay gotas. O hay otras gotas, no sé, unas para niños, para bebés, para guaguas dicen, pero que a nosotros, ni a papá ni a mí nos destapan, y ya dimos vueltas por todas las farmacias de la costa. Él trajo de reserva pero enseguida se terminaron. Tendría que haber traído más.

Igual yo creo que papá se guarda. Estoy seguro de eso. Guarda para él en algún lado. Asi que durante el día con cualquier excusa digo que me voy a quedar, que vayan yendo nomás a la playa que yo ya voy, y cuando me quedo solo entro a la pieza y revuelvo. Encuentro fajos de dólares, documentos, cartones de Marlboro, plata suelta, una copia de la llave del auto, la caja de preservativos que encuentro siempre, pero dónde las guarda, en algún lugar tiene que haber gotas…

Terminan las vacaciones y a la vuelta paramos a dormir en Mendoza. Antes de buscar un hotel buscamos una farmacia y nomás en el auto el alivio inmediato con las gotas nuestras, las de siempre. “Estas sí que son gotas”, celebra papá orgulloso de la industria médica local. Me pongo y ofrezco, pero ni mamá ni mi hermana quieren. Es como abrir la ventana para ventilar una habitación cerrada. Es como tener un aire acondicionado en la cabeza. Volves a ver los colores como supongo deben ver los operados de cataratas. Ves todo de otra manera.

Dejamos las cosas en el hotel, nos pegamos una ducha y salimos a cenar. Y yo sé que papá va a tomar vino y que entre el vino y el cansancio acumulado de las horas de ruta va a roncar y dormir a pata suelta, y mamá otro tanto, y que entonces, aunque desde que cumplí los quince ya me compran y me dejan tener mis propias gotas, esa noche va a ser fácil, va a estar más fácil que nunca entrar a la pieza.

 

Querida

Mirá que te la corto, le había dicho ella la última vez, habiendo llegado al límite de tolerancia y paciencia, decidida a terminar por las buenas o por las malas con ese comportamiento que tanto la ofuscaba. Una vez más y te la corto y se la tiro al perro de Sasone, a ver cómo te las vas a arreglar después. Porque en esta casa no vale todo. Nosotros no somos como esas parejitas que hay ahora, donde está todo permitido y no se respetan ni siquiera los más mínimos acuerdos. Yo no soy una minita cualquiera. Y él, siempre sobrador ante las situaciones de conflicto, oídos sordos al riesgo, con esa actitud tan suya de estar de vuelta de todo, nunca creyó que la amenaza fuera en serio. Voy a comprar cigarrillos y vuelvo, le dijo esa noche de viernes, subestimando un ultimátum que suponía no iba a pasar a mayores. Era cierto que ella una vez, harta, le había metido un somnífero en el vino para que no salga. Pero de ahí a cortársela había un trecho. Eran las once menos diez…

Llegó pasada la una y media. Para el caso de que estuviera todavía despierta, le iba a decir que el kiosco de la avenida, único abierto en el barrio a esa hora, por alguna razón estaba cerrado y que entonces se tuvo que ir hasta el bufet del club, porque el gallego algunas marcas tiene para vender, malas pero tiene, y que justo dio la casualidad que en el bufet estaban los muchachos timbeando y que, entre una cosa y otra, se tuvo que sentar un rato, porque los muchachos le insistieron, vos viste cómo se ponen de pesados los muchachos, y entre truquito y truquito, y vasito y vasito de vino se terminó demorando más de la cuenta. Pero no hizo falta ninguna explicación porque cuando volvió ya estaba dormida. Mejor así, se dijo, y aprovechó la quietud de la casa vacía, ese silencio que lo fascinaba para fumarse un último pucho antes de irse a dormir. Siempre le había gustado ese ritual de soledad, entregándose al divague de sus pensamientos después de un día agitado, perdiéndose en la oscuridad, sin más que el humo de un cigarrillo compañero. Estuvo un rato mirando por la ventana. En lo de los vecinos ya no se veían luces. Ni siquiera en lo de Sasone, el noctámbulo del barrio. Entre alguna de esas sombras del patio andaría echado el perro, que, llueva o truene, se había acostumbrado a dormir afuera. Se sirvió un culito de vino que quedaba y se acostó satisfecho consigo mismo, saciado de sí, pleno. Ese estado anímico indicaba que dormiría pesado, profundo, casi igual o hasta incluso mejor que la vez de los somníferos. Ella, a su lado, ni se movió, como si en ningún momento se hubiera percatado de su ingreso a la cama. Mañana sería un buen día. Concilió el sueño enseguida, plácido, tronco que se interna y se deja llevar por las aguas de un río…

Se despertó bastante más tarde de lo que pensaba y sintió un ardor terrible que le quemaba la carne como si le estuvieran echando fuego con un soldador. Un dolor intraducible, lacerante. Intransferible, como dicen que es el verdadero dolor. Y notó que el colchón se iba embebiendo en sangre. Embotado por esa quemazón de pesadilla, dudó de estar realmente despierto, pero cuando se vio el muñón, ahí donde antes estaba su mano hábil, reaccionó. En los ojos sancionadores de ella, que en ese momento entró en la habitación blandiendo el cuchillo carnicero trozador, pudo ver su horror reflejado. Mirá que te lo advertí eh. Me cansé de decírtelo y, tal cual me lo imaginé anoche, lo primero que vi cuando me levanté fue el cenicero. ¡Mil veces te dije que no quiero que fumes adentro!

 

El yugoslavo

Petrus, mi nombre es Petrus, me dijo en un inglés atravesado la primera vez que lo vi en el hostel del pueblito balneario del Pacífico ecuatoriano. ¿Y de dónde sos?, pregunté, como para cumplir con el protocolo estándar de conversación turística. De Yugoslavia, respondió, siempre muy simpático, desde la hamaca paraguaya vecina a la mía, cerveza en mano. Ajá, ¿pero de qué país? Yugoslavia, Yugoslavia, ratificó.

Hay fritada, sequito de poio a un dólar, bebida cola agüita. Hay fritada, sequito de poio a un dólar, bebida cola agüita. Hay fritada... Un par de veces pasó que estaba en la playa espantándome vendedores ambulantes y lo veía aparecer a Petrus. Llegaba sin ojotas, ni remera, ni riñonera ni nada. Como en trance, se internaba en el mar. Rompía las olas con determinación. Se iba haciendo chiquito hasta que desaparecía.

Después aparecía en el hostel. Una tarde lo vi haciendo trabajos de carpintería en las ventanas de la planta alta. A lo mejor era un intercambio que había acordado con la dueña para costearse la estancia. Los demás habitantes del hostel no parecían saber bien desde cuándo hacía que Petrus estaba. Gio, mejor dicho. Porque escuché que ellos lo llamaban Gio. Así que empecé yo también a llamarlo de esa manera.

Una noche me preguntó si quería cenar con él. Sí, claro Gio, dale. Ok, vos dejá todo en mis manos que yo me ocupo, dijo. Me fui entonces hasta la calle principal a comprar unas cervezas para aportar al convite. Qué bueno, tal vez entre trago y trago pudiéramos hablar un poco, entrar en confianza, preguntarle sobre la guerra en los Balcanes, o algo. Cuando volví, salió Gio de la cocina con un delantalcito, una cuchara honda y una olla. Listo, ya está la cena, qué tal. Cuando destapó la olla, vi que la comida consistía en una especie de salsa. Pura y solamente salsa. Probá, probá que está rico, probá nomás…


Sueñero

Sueño que estoy bajando con mi analista los trece pisos que hay entre su consultorio y la planta baja. No hablamos. La mirada esquiva de cada uno perdida en algún punto fijo del ascensor que no sea el espejo. Llegando al cuarto piso el ascensor se traba. Es muy chico el ascensor. Entre una cosa y otra, tardan más de dos horas en venir a sacarnos.

Otra noche de nuevo sueño que estoy bajando con mi analista en el ascensor y que el ascensor se detiene pero esta vez en el sexto piso. ¿Bajan?, pregunta una señora al abrir la puerta corrediza. Bajamos, responde mi analista. Y al llegar a la planta baja y salir del ascensor la señora dice, de la nada: los felicito, hacen una muy linda pareja chicos.

También sueño que estamos en el palier y mi analista me abre la puerta de calle del edificio. El ruido de la avenida entra todo junto de golpe como si hubiese estado todo este tiempo contenido. Hasta el próximo martes, dice mi analista. Hasta el próximo martes, le digo. Y cuando pone la mejilla para el beso en vez de un beso en la mejilla le termino dando un pico.

Después sueño que estoy otra vez en sesión.

— ¿Estuviste teniendo algún sueño, Juan, últimamente?

— Sí


El amor un ejercicio

Con Juliana Awada de Pedro hacíamos el amor todo el tiempo.

Era verse venir y manotearse sin mediar palabra, verse venir y trensarse en calentura al instante y apretarse y mandarse lengua, enredarse y pegarse una frotada de jeans en la calle, ir cruzando el palier de su edificio a los tumbos contra la puerta de vidrio y los espejos, entrar al ascensor y mandarse mano inmediatamente, entrar y hacerse mierda contra la mesada, reventarse contra la mesa, andar a los tumbos desparramando sillas rebotando contra el piso y las paredes, amagar soltarse para jugar a dejarse ir y volver a agarrarse y pegarse una buena apoyada y cojerse toda la boca y la cara y clavarse los dedos en el pelo en la cama, en la bañadera, en el balcón y acabarse con solo rozarse los bultos, las tetas que explotan de leche, la verga venosa que no aguanta el portento de la descarga, fregarse y chupetearse todo.

La primera vez que nos vimos nos encontramos en una esquina y enseguida nos recojimos con la mirada. Caminamos buscando un bar. No habíamos hablado ni nada que ya a las dos cuadras aprovechando la detención en la esquina por el semáforo nuestras manos se buscaron y al toque nos estábamos matando. A partir de ahí fue todo el tiempo así. Lo escribo y tengo incluso que parar para masturbarme. Creo que nunca me había pasado algo así.

Una noche hablamos y nunca más volví a ver a Juliana Awada de Pedro.

 

La ola

El calor es el tema excluyente. Al principio los canales de noticias apenas alteran su grilla para emitir programas donde expertos en la materia debaten sobre el calentamiento global. A medida que pasa el tiempo terminan transmitiendo en vivo desde el Servicio Meteorológico Nacional, atentos al registro de posibles incidentes en la movilización de ciudadanos que hasta allí se acercan para pedir explicaciones.

Las discusiones de vecinos en las esquinas céntricas son parte del paisaje cotidiano: uno sostiene que hace cuarenta y seis grados y cincuenta y dos de térmica; otro asegura que la térmica no es de cincuenta y dos sino de cincuenta y cuatro; un tercero interviene en la discusión jurando que en la pileta de su quinta es imposible meterse, por lo hirviendo que está y que entonces la intendencia lo menos que puede hacer es no cobrarle la tarifa del agua correspondiente al último bimestre. 

En los barrios periféricos el Intendente decreta utilizar instalaciones de escuelas para montar grupos electrógenos y pantallas gigantes. La iniciativa apunta a que personas de sectores carenciados puedan tener acceso simultáneo, libre y gratuito a The weather chanel confiando en que, de paso, esa experiencia de estar todos juntos contribuya a reconstruir un muy fragmentado tejido social comunitario.

En el centro los vecinos que tienen aire acondicionado en sus propiedades, prácticamente imposibilitados de usarlos debido al colapso energético, ganan las calles y finalmente destrozan el frente vidriado del Servicio Meteorológico Nacional. Los que no, aprovechando la ausencia de éstos, salen a robárselos, o bien deciden saquearlos en cualquier comercio de electrodomésticos que encuentran en el camino, maniobra en última instancia esteril ya que tampoco ellos tienen luz suficiente para activarlos.

Cuando la situación se normaliza, los canales de noticias reproducen las imágenes que pudieron captar de los incidentes. En una de ellas, que repiten sin pudor, un pornográfico primer plano exhibe la desconsolada mezcla de grito y llanto de un coreano que asiste con resignación al desvalijamiento de su negocio. Entre repetición y repetición, una cadena de hipermercados anuncia sus promociones de la semana deseando a sus clientes un próspero y feliz nuevo año.

 

Mejor la lluvia

Pasa una siesta de verano en la ciudad de Buenos Aires. Alerta meteorológico. La tormenta es inminente. “¿Vos no ves cómo está el cielo? Se larga en cualquier momento”, reprocha la señora N, “aparte, no sé qué necesidad de salir si todavía falta para los primeros vencimientos”. “Voy acá nomás, hasta el Rapipago de Independencia”, argumenta el señor N, “de última, a mí la lluvia me gusta”. Y es cierto que le gusta, a diferencia del viento. Lo que no soporta del viento es que se empieza a golpear la puerta del living, que es la parte de la casa con mayor corriente de aire, como dirían los viejos. Y entonces, cuando está en el taller, ya no se puede volver a concentrar en lo que está haciendo porque en lo único que puede estar concentrado es en la puerta del living, que se va a golpear en cualquier momento. Se va a golpear y él, aun cuando esté encerrado en el taller, va a escuchar el estruendo. Salvo que vaya hasta el living y cierre todo, y trabe la puerta con una de las sillas viejas, las de madera gruesa.

La calle está desierta. Cuando llega a Belgrano escucha los primeros truenos. Todo era cuestión de minutos, tenía razón ella. Por cruzar Quito, a los truenos se le suman las primeras gotas, gordas, pesadas, espaciosas como si la máquina de hacer llover tuviera las tuberías llenas de aire, igual que cuando abre la canilla de la ducha en su baño. No agarró el impermeable pero sigue, falta poco total. Además de la billetera, lleva el celular y las boletas en el bolsillo derecho del pantalón bermuda pinzado que ese día tiene puesto.

Cerca de Venezuela, el chorro ya es compacto e intenso, como si, no pudiendo aguantar la presión de un torrente largamente contenido por el verano, alguien hubiera ordenado abrir las compuertas del cielo. A diferencia de los pocos transeúntes que observa en el camino, no atina a guarecerse bajo saliencias de balcones ni toldos ni aleros.

Al llegar a Independencia se pregunta cómo será la lluvia del otro lado de la autopista. Hace memoria y no, nunca estuvo con lluvia del otro lado de la autopista. No son más de las cuatro y el Rapipago cierra a las cinco recién. En el taller terminó todo lo que había para hacer…

Por pasar San Juan, hace una proyección: si sigue lloviendo al mismo ritmo, en una hora y media se inunda. Y pensar en inundaciones le recuerda las últimas: las inundaciones nos vuelven solidarios, reflexiona, no como los cortes de luz. Los cortes de luz provocan el efecto contrario…

Pasa bajo el puente y ya está del otro lado. Los balcones que dan a la baranda de la autopista, esos que siempre le llamaron la atención, se ven ahora más llamativos con la lluvia. ¿Y a él? ¿Cómo lo verán a él desde uno de esos balcones? “Jefe, trate de no andar mucho por acá que es peligroso”, le dice desde un patrullero un policía que pasa por el lugar. Pero permanece un tiempo más mirando los balcones. Se queda ahí, mirando, hasta ser incapaz de saber cuánto lleva parado.

En algún momento le suena el celular. Levanta la tapa, no atiende. Cuando deja de sonar, baja la tapa y lo tira. Ahora hace un bollo con las boletas y saca la billetera. Las tira también. Quisiera apostar, con alguien, en qué dirección navegarán el agua. Esa misma agua que por entonces le llega a la cintura.