Aunque charlar con él me fuera a servir para el guión, bajo ningún punto de vista tendría que haberle dicho que sí al Ñato. Y no porque los planes basados en el utilitarismo de personas suelan terminar mal, como si recibiésemos nuestro merecido por actitudes tan feas, sino porque lisa y llanamente El Ñato es de esos amigos que, de alguna u otra manera, siempre se las terminan ingeniando para meterte gratuitamente en sus problemas. O sea: ver al Ñato ya es en sí misma una invitación segura a terminar mal. Él es de esos tipos que un día heredan un millón de dólares y al día siguiente, sin que puedas entender cómo hicieron, deben un millón y medio. Demasiado vértigo para mí, ahora que me acostumbré a la vida deliciosamente estable y rutinaria de alguien que vive y trabaja como un guionista medianamente encaminado. Supongo que es uno de los motivos por los cuales venía viéndolo poco, o más bien esquivándolo.
Pero resulta que el jueves
pasado El Ñato irrumpió súbitamente en el chat y me insistió: “dale, juntémonos
a charlar tranquilos y nos ponemos al día; de paso, te cuento sobre mi flamante
vida como jugador de poker profesional por internet”.
Lo único que faltaba: de
importador de productos de perfumería ecuatoriana para supermercados chinos
a subtitulador de películas porno y de
ahí a jugar al poker por internet.
Justo cuando estaba por
volver a eludirlo, me iluminó el oportunismo que suele caracterizarme y, claro,
cómo no se me había ocurrido antes, el Ñato es un jugador, justo lo que andaba
necesitando.
Me dejé insistir y acepté.
Era el plan perfecto, uno donde nadie pierde: él conseguía alguien que lo
escuchara atentamente contar sus aventuras y yo, con un poco de suerte, volvía
a mi casa con nuevas ideas para seguir caracterizando al personaje jugador de
la historia en el que estoy trabajando, un personaje que estoy armando entre
Saer y Dostoievski.
Arreglamos y quedamos en que me pasaría a buscar el sábado a las siete por mi casa. La intención inicial era caminar por la costanera y sentarnos a charlar en algún barcito tranquilo de por ahí.
La cosa es que el sábado en
cuestión ocurrió lo siguiente: al mediodía me escribe un mensaje de texto en el
que me pide que sea yo el que lo pasara a buscar por su casa, y a las siete y
cuarto, no a las siete. A eso de las tres de la tarde vuelve a escribirme
diciendo que mejor me pasa a buscar él y preguntando si, para avisarme cuando
llegue, prefiero que me toque el timbre o que me haga sonar el celular. Le
contesto que haga como quiera, que me da lo mismo. Me responde que mejor me va
a hacer sonar el celular porque no se acuerda bien cuál es mi número de
departamento. Le escribo que, por las dudas, para la próxima, mi departamento
es el 2º B. Me escribe que él pensaba que era el 2º D. No, le digo, 2º B, con
“B” de Belmopán. Me pregunta qué es Belmopán. Le contesto que Belmopán es la
capital de Belice... A las siete, quince minutos antes de lo pautado, estando
yo todavía por encontrar para vestirme alguna ropa que no fuera la joguineta de
entrecasa, me hace sonar el celular. Espío la calle guarecido entre medio de
los listones de la persiana del living en penumbras y lo veo sentado al volante
de un auto que no sabía que tuviera. Es más, ni siquiera sabía que el Ñato
supiera manejar.
Bajo, lo saludo, entro al
auto y me encuentro en el asiento trasero, del lado del acompañante, a su hija
de un año y medio, y, del lado del Ñato, a un gato. Arranca el auto y me
pregunta si conozco una veterinaria de turno, o de guardia, para llevar al
gato, porque le preocupa. Me cuenta que no lo ve bien, que ya no es el mismo,
que tiene comportamientos raros, que está teniendo los mismos síntomas del
último gato que se le murió, “el cuarto que tengo desde que vivo con Laura y,
viste, esta vez quiero actuar a tiempo”. También me comenta que está preocupado
porque el animal cada tanto sale a dar una vuelta y le dijeron que la vecina
del fondo tiene el hábito de envenenar a los animales que se le meten en el
patio, y que de ser así él va a ir a hablar seriamente con ella para pedirle
que lo confiese, “que me lo diga de una vez así la próxima no ando perdiendo el
tiempo trayendo a casa otro gato. A mí lo que me molesta no es la costumbre del
envenenamiento, porque viste que cada cual tienen sus hábitos y eso hay que
aprender a respetarlo. Lo que me molesta es la hipocresía”.
Habremos estado veinte
minutos dando vueltas en el auto buscando una veterinaria de turno, o de
guardia, palabras que yo sólo había escuchado asociadas a una farmacia o a un
hospital. El gato maullaba cada vez más, si se le puede llamar maullido a ese
sonido extraño que emitía, más parecido a un lamento de serenata que a otra
cosa. Según el Ñato, su salud empeoraba minuto a minuto y no había más tiempo
que perder. Entonces aceleraba y doblaba las esquinas haciendo chirriar las
gomas. La beba, entre tanto, no paraba de decir “¡nato, nato, nato!” A mí no me
quedaba claro si con “nato” la beba estaba queriendo decir “ñato” o “gato”.
Se lo pregunté al Ñato:
“¿Che, qué dice la beba: Ñato o Gato?”
“Gato”, me respondió seco,
sin dudarlo, con los ojos compenetrados en acelerar y pasar de un tirón dos
colectivos por el carril de la izquierda en plena Avenida Avellaneda.
De su vida de jugador,
hasta ahí, nada.
En Pellegrini y San Nicolás
vimos una veterinaria abierta, pero no había lugar para estacionar, así que
tuvimos que dejar el auto llegando a Constitución, casi a una cuadra de la
puerta de la veterinaria. Cuando El Ñato paró el motor y abrió las puertas le
pregunté:
“¿Qué preferís que lleve, a
la beba o al gato?”
“Al gato”, me respondió sin
dar mayores explicaciones.
“¿Pero no me hará nada a mí
que no me conoce?”
“No, no creo, agarralo como
si fuera un bebé y listo”, me sugirió como si no supiera que nunca toqué un
chico en mi vida.
“¿Y si se me escapa?”, le
insistí.
“Si se escapa no te hagas
problema, no va a poder llegar muy lejos en su estado”.
Desandamos la cuadra.
Adelante caminaban El Ñato y la beba a paso lento pero firme, algo de
conmovedor había en la manera de entrelazar sus manos. Atrás lo seguía yo
tratando de cargar al gato. El animal no paraba de corcovearse, como esos
caballos de los festivales de doma y folklore que transmiten a veces en la
televisión, sobre todo en época de verano, a la noche tarde, a eso de las once,
once y media. Y encima, cada dos pasos me tiraba un tarascón. Uno, dos,
tarascón. Uno, dos, tarascón. Gato de mierda, eso me pasaba por interesado.
Entramos en la veterinaria.
La sala de espera estaba desierta y el veterinario nos hizo pasar al
consultorio. Lo seguimos por un pasillo la beba, el Ñato, el gato y yo (en ese
orden). Una vez en el consultorio el veterinario subió al gato a una camilla metálica
y lo empezó a examinar. Lo auscultó, le sacó una radiografía completa de tórax,
lo palpó, le revisó dientes y párpados. Después, para tomarle la temperatura,
le introdujo un termómetro.
“¿Se lo está metiendo en el
culo?”, le pregunté al Ñato al oído.
“Sí”, me susurró con
naturalidad, como si ya hubiera visto esa escena otras veces. Cuando el
veterinario le introdujo el termómetro, al gato se le desorbitaron los ojos.
Aunque no fuera el momento más indicado, mientras el veterinario hacía lo suyo
no me aguanté y estuve por hacer una pregunta de rigor sobre el poker pero
justo sonó un celular; era el del Ñato, que tuvo que salir a atender una
llamada según él muy importante.
Al constatar su ausencia, a
la maricona de la beba le agarró un ataque y se puso a gritar como una
desquiciada. A todo esto, y empalado, el gato empezó a sacudirse como si
tuviera epilepsia y el veterinario me pidió que le diera una mano para
mantenerlo quieto. Ahí vino la parte en la que lo quise tener del pescuezo y el
hijo de puta me mordió, dejándome esta cicatriz, que me miro mientras escribo,
en uno de los dedos.
Cuando el doctor terminó de
examinarlo me dijo que le dijera al Ñato que aparentemente el gato no tenía
nada. Que por las dudas lo tuviera unos días en reposo y en observación, y que
cualquier cosa lo llamara.