sábado, 11 de agosto de 2012

Corriendo para pensar (#Columna del Doctor 2)


Hace unos años decidí hacer caso a las recomendaciones de mi alergista. Compré antiparras, una gorra, una de esas mallas tipo bóxer y empecé natación. A los dos meses de iniciado, después de semanas enteras en las que la relación con el agua se había visto básicamente limitada a número de piletas, minutos de descanso y cantidad de brazadas, y a excepción de un día en el que -gente grande ya- cual delfines nos hicieron pasar por unos aros subacuáticos, una tarde el profe a cargo de la clase se arrimó y, con esa mezcla de diplomacia y cinismo de quien ya sabe la respuesta, me preguntó si de chico yo había hecho deporte.
“Por qué me preguntas eso, Gustavo”
“Porque tenés problemas de coordinación, flaco, algo muy común entre los que no arrancaron a hacer deporte desde temprano. Y lamentablemente la natación es un ochenta por ciento de coordinación”.
Aturdido, y solamente por acceder a un viejo anhelo de mi padre, pugilista frustrado, dejé la pileta y elegí mejor incursionar en el boxeo.
En la tercera clase, el profe instructor aprovechó que yo estaba solo en un rincón tratando de embocarle una mano a la bolsa y con cara de circunstancia se me acercó. Acto seguido, con toda la pedagogía del caso, me dijo que me había estado observando y que se notaba que de chico no había hecho actividad física, porque tenía evidentes problemas para coordinar los movimientos de piernas y brazos, y que es una pena porque el boxeo es un noventa por ciento de coordinación.
Buenísimo, pensé entonces, vuelvo a natación, que me exige un diez por ciento menos.
Retorno que, por supuesto, pelea con Gustavo mediante incluida, y habiendo alcanzado a aprender con cierto dominio únicamente el estilo pecho, al poquito tiempo nomás ya estaba desbarrancando.
Por las dudas lo reconozco: sí, tengo problemas evidentes ¿Y?! Siempre los tuve, desde chiquito.
Mi hermana, dos años menor, me enseñó a atarme los cordones, entre otras habilidades motrices de alta complejidad. Nunca aprendí a cortar derecho con la tijera ni a hacer la vertical. Tampoco a bailar cumbia ni a tirarme de mortal.
Pero no por eso un par de ignotos profesores, incapaces de lucir con gracia otra ropa que no sea la deportiva, iban a privarme, a los veintisiete, de empezar a probar internarme en los territorios del cuerpo.
Agraciados y reduccionistas. Porque, con modales a mitad de camino entre el pediatra y el coordinador de viajes de egresados, eternamente bronceados y con lentes de sol sujetos al cuello mediante cordones fluorescentes, para los profes de educación física el cuerpo pareciera reducirse a todo aquello medible o codificable en número de series, cantidad de metros, nivel de calorías, minutos de entrada en calor. Son gente que trabaja con el cuerpo pero se olvida del cuerpo. De sus planos más afectivos, lúdicos, singulares o como queramos llamarle a todas esa inmensurabilidad de componentes y dimensiones corporales no cuantificables por el imperio calculista de la autoexigencia, la salud mercantilista y la competencia.
Aparte, ¿cómo hacer para no poner en descrédito la sanción de alguien que te habla siempre gesticulando y dando consignas en diminutivo y a los gritos?
Un antiguo colega, y acá cito su aporte escrito casi textual, decía que el profe es el reverso del psicoanalista. Que si este hace del tono bajo, la parquedad y los movimientos en cámara lenta su modo de conducirse en el mundo, el profesor de educación física es su contrario, el punto más lejano en el dial, ese que, ajeno al concepto de modulación sonora, hace de la arenga y la indicación ampulosa su modo de comunicación constante, incluso fuera del horario laboral, en la vida cotidiana, al despertar a los hijos  ("¡¡Vamos, mis chiquis, arriba, arriba, no se me queden, un esfuercito más, vamos que ya desayunamos!!”), al relacionarse con el portero de la escuela, con el kiosquero de la esquina o con sus suegros. 
Y en todo caso, ¿valía la pena sentirse tocado por la opinión de alguien que pierde el tiempo al no reparar en que, tal vez, a las mujeres les gustemos más los hombres torpes y descoordinados, como si vieran en nuestros cuerpos un lugar simpático y amigable para ellas, incompleto, a diferencia de esos torsos macizos, armados, distantes, perfectos como los de ellos que parecieran tenerlo ya todo pensado? Que quizás les resulte más atrayente, como diría un amigo escritor, esa especie de invitación a la aventura, al enigma que es nuestro don de intemperie, prescindente del dinero, la moralina ascética y la aburrida racionalidad fabril propia de, por ejemplo, las horas de gimnasio?

Pero la crítica al positivismo del profe y su ciencia dura no necesariamente implica, al menos en mi caso, tomar partido ciego por las actividades alternas, progres y blandas. Debo decir que me hice amigo de una profe de yoga -y ahora sé diferenciar el yoga Kundalini del Hatha-, conozco gente allegada a prácticas de sensopercepción, tengo relación con personas que meditan en Capilla del Monte y, mal que nos pese afirmar algo políticamente incorrecto para los tiempos que corren, salvo valiosas excepciones, también muchos de ellos -por lo general descalzos y hablando en susurros de la naturaleza casi al borde del llanto, capaces de conmoverse ante el nuevo brote de un cactus-, también mucho de ellos, decía, trabajan con el cuerpo pero se olvidan del cuerpo.
Ejemplo: si en el festejo de un cumpleaños o reunión social uno se abstiene de querer participar de una ronda de percusión sobre objetos domésticos siguiendo a un tipo sentado arriba de un cajón peruano, de tener que escuchar en silencio durante horas a otro que invitaron arbitrariamente a tocar el didgeridú, de sentarse en canastita o de ponerse a jugar juegos de rol improvisando movimientos con técnicas de psicodrama, la abstención es inmediatamente atribuida a que no se puede aflojar, a que está juzgando, a que no puede encontrarse ni con sí mismo ni con la Pacha, o a que no está abriendo su corazón lo suficiente. Como si, imperativo paradójico del relax, autoritarismo de izquierda mediante, a los hippis les resultara impensable la genuina y simple opción de no hacerlo por no tener ganas.
O sea que de alguna manera los yoguis serían más o menos lo mismo que los profesores de educación física. Todos la misma porquería. Unos por estalinistas, otros por derecha, ambos se olvidan del cuerpo y se terminan volviendo expulsivos, manga de egoístas, sarta de excluyentes. Amantes del control, el poder y la dominación.

Lejos de toda esa violencia, para mí acordarse del cuerpo tiene que ver con la pregunta constante por el propio cuerpo y con la búsqueda permanente de las actividades físicas con las que uno mejor compone. Claro que eso requiere de años de remarla y de un trabajoso proceso de autoconocimiento que siempre va quedando abierto.
Hablando de remar: hace poco me anoté en una escuelita de canotaje, pero al mes dejé la práctica activa del remo espantado por su rudeza. Fue después de una tarde en la que, al parecer por una cuestión de códigos, un cayaquista se agarró a piñas en el medio del Paraná con el conductor de un velero. Para eso no pierdo el tiempo y vuelvo a boxeo.
¿Y si lo mío pasa por comprarme una bici y salir a andar un par de veces a la semana por algún parque? Mmm. De sólo pensar en tener que lidiar cada tanto con esos personajes tan particulares, tan grises y hostiles que son los bicicleteros, siempre de mal humor, como si vieran en la presencia de uno menos a un cliente que a un desubicado que les interrumpe vaya a saber qué misterioso ritual de taller en el que permanecen enfrascados, me pego un tiro, me mato.
¿Y si pruebo con tiro al blanco? Mejor sigamos.

Descubrí que encuentro un máximo de regocijo en el salir a caminar y en el salir a correr. La caminata es compartida a veces con mi hermana, la de los cordones. Y si eso ocurre a veces y no todas las veces es porque chocamos en los objetivos que nos proponemos. Yo persigo el bienestar y ella el rendimiento. Con lograr un estado de armonía entre caminata, respiración y ambiente, y sentir el cuello cómodo y la espalda liviana, se llegue a la cantidad de cuadras que se llegue, me doy por hecho. Ella, por el contrario, proveniente del paradigma de las ciencias médicas, como buena medidora, no queda satisfecha si no consigue bajarle a cierta cantidad un cierto tiempo. Cuando está enfocada en eso incluso hay momentos en que no se le puede dar conversación porque dice que se desconcentra. Bastante profe mi hermana. Superación, cálculo, marcas. Capitalismo en estado puro, mercantilismo extremo. No por nada el sistema de producción capitalista surge, como se sabe, entre los alumnos de un profesorado de educación física en Inglaterra y no en los talleres de la revolución industrial, como a menudo suele creerse.
¿A dónde quieren llegar los cultores del cuerpo deportivo?, ¿qué les pasa que van tan apurados? A Juan, un compañero de trabajo de un íntimo amigo, lo vi cuatro veces en la ciudad de Rosario. La primera se lanzaba a correr por el Parque España pese a la inminencia de una tormenta de rayos, tifones y piedras. La segunda pasó corriendo por la costanera bajo el sol de mediodía de enero en dirección Florida-Centro. Un par de horas después lo volví a ver, pero ahora en dirección Centro-Florida con un remo en la mano y a toda velocidad arriba de una bicicleta. ¿Qué misteriosa meta se propone alcanzar Juan?, ¿de qué se escapa? Preguntas. Preguntas que me estaba haciendo esa misma tarde en el balneario mientras lo vi atravesar el río a bordo de una piragua.

Volviendo a la corrida, hay que decir que no tiene como objetivos fundantes adelgazar ni ponerme más grandote. Para eso más vale voy al gimnasio con los torneados. La idea de la corrida no es superarse ni correr más. En ese sentido, no soy un corredor. Simplemente, corro.
Cuando lo normal es hoy estar todo el día apurados, acelerados, sin tiempo para detenernos a prestarle atención a nada; cuando lo habitual es andar a las corridas justamente, corro para sustraerme de todas aquellas dinámicas que nos organizan el ritmo cotidiano, para cambiarle el signo a la demanda de velocidad. De la corrida como condición de época a la corrida como acto de sustracción.
Y allá voy entonces, abriéndome paso a solas por la ciudad, irrumpiendo en el atardecer de costanera  con la melena al viento. Inutilidad ociosa, composiciones con el agua y con el pasto, pantalón de fútbol y remera vieja, zapatilla casi de lona, fuga de la rutina, corriendo para pensar.