jueves, 9 de mayo de 2019

Diario de escritura, ciudad, generación y trabajo (IV)


El hombre, tenso, se mide con la casa nueva. Son dos animales, el hombre y la casa nueva, que se estudian los movimientos. Si como suele decirse, una ciudad es un tejido de relatos, entonces podría afirmarse que a uno se le cambia el narrador cuando se muda de barrio. Narrada ahora desde el sur, lejos quedan mis viejos corredores de vitalidad. Corredores no son necesariamente las zonas por las que viviste sino aquellas por las que nunca te cansarías de andar. Ángel Gallardo-Parque Centenario-Warnes; Santa Fe-Scalabrini Ortiz-Corrientes-Medrano-Rivadavia... La ciudad pasa a tener otros límites y en la trama cambian los personajes. Al principio no te hallas y eso asusta. Pero no hay problema. Es que el cableado grueso del cerebro se salió del carril habitual y está creando otros surcos, actualizando los rieles, un supermercado chino nuevo, nuevos hábitos.

La combinación de un punto cardinal con unos sabores de comida y de bebida y un tipo de infusiones, con la combinación de unas prácticas y unas temperaturas y unos colores, teniendo en cuenta variables tales como cercanía al agua, potencial de caminabilidad o grado de incidencia del sol según altura de las construcciones, determina, en el I Ching de los barrios porteños, en cierta experimentación de vos, qué tan próxima o tan lejana, está de su habitat, esa animalidad que sos.

Y es que así deberían ser presentados los currículums vitae. Menos sobre el eje del tiempo que la coordenada del espacio. En vez de una sucesión lineal de títulos obtenidos y antecedentes profesionales ordenados en forma cronológica, un mapa, de por caso Buenos Aires, donde los hechos biográficos que el postulante considera relevantes se señalan y despliegan en el plano. “Acá iba a pilates”. “Esta es la parada del 12 que me tomé para ir al trabajo entre el 2008 y el 2010”. “A esta calle fui a comprar ropa”. “En esta esquina me encontré cincuenta pesos una vez”…

Como en cada crisis cíclica de mi economía, el año que pasó empezó a puro trabajo tipo tres. Redactar textos y dar charlas por encargo, una materia en la universidad, un taller. Distrito Textil y Distrito Textual. De Flores a Barracas, al ladito de San Telmo, el polo nodal de los talleres literarios. Sin embargo, por el excedente amoroso-introspectivo-emocional que, respecto de lo material, arroja la docencia, superavitario resultaría, en el homebanking de la vida, al final de todo, el saldo.

Hubo un período, eso sí, de unos dos meses, en los que se superpuso mucha actividad de lectura en pantalla y, como novedad, fui perdiendo conexión con la libreta. Perder el espacio de silencio y notas en papel fue resignar esa zona de disponibilidad por la que hacer pasar y volver habitable el multitasking existencial de tareas oral-laborales. Lo que sobreviene a eso es la aceleración, siempre. Clases que, por no haber sabido sostener el amarre abdominal, terminé dando con la respiración alta entrecortada, tartamudeando casi, prácticamente al borde del pánico y la dislexia.

Si la radio que tenía de chico en el pueblo era de flujo continuo, la pantalla, la precarización laboral y la vida urbana serían ecologías de la interrupción. Los costes de conmutación que suponen para el cerebro me recuerdan a los sacudones que con cada nuevo llamado pega en mi edificio el motor del ascensor. Sí o sí una vez por día necesito bajar, sentir que la cabeza libera adentro esas sustancias químicas de relajación. Focalizar la atención en algo es meter los pies en agua caliente. Y esta teoría del trance: interrupción es igual a sufrimiento, supervivencia es igual a concentración.

Ejemplo de redireccionamiento es cortar la siesta. O buscar información para redactar una nota en simultáneo a información para preparar una charla y otra nota sobre un tema muy distinto al anterior. Internet ahí configura un ecosistema de la discontinuidad que maquiniza con eventos del presente o actualiza hechos traumáticos del pasado que me dejan a punto de la disolución del yo.



[Continúa]